martes, 27 de marzo de 2012

El Tío Miseria

Cuento, mitad de este mundo, y mitad del otro
Enrique Labarta Pose
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I

Era el tío Miseria el labrador de mejor humor de toda la comarca. Daba gusto ver a aquel hombre siempre alegre, risueño y gracioso, y uno sentía un poco de envidia al verlo tan feliz. ¡Vaya si era feliz! Y tenía por qué serlo; pues, gracias a Dios, al buen hombre nunca le faltó nada en este mundo… para morir de hambre.
     Por su posición social se le podía llamar burgués e incluso podría anotarse en el libro rojo de los anarquistas para el día de las venganzas; porque el tío Miseria era todo un señor propietario, dueño absoluto de una finca de cinco varas de largo, y de una pequeña casa con muchas comodidades, en donde cabían perfectamente de pie, él, su mujer, un hijo y la vaca. Y aún quedaba sitio para cuatro más… poniéndose unos encima de los otros.
     En cuanto a comer, en su casa se comía bien. Por la mañana berzas con agua, a mediodía agua con berzas, y a la noche vuelta a las berzas y vuelta al agua. El estómago del tío Miseria fue consecuente con las berzas toda la vida y les guardó fidelidad hasta su muerte. ¡Tajadas… ni verlas! ¡Nunca quiso trato con ellas!
     El tío Miseria era además todo un hombre importante: un ciudadano libre al que el Gobierno colmó generosamente, hasta la coronilla, de derechos civiles y políticos. Como tenía derecho a pensar… que no tenía dinero, o a casarse y tener hijos, o a comer berzas y beber agua de la fuente, o a votar… ¡Y hasta de reventar! Y todo eso a cambio de  poca cosa, total, unas pesetillas de contribución por la huerta, otras pocas por la casa, algunas más por el consumo de berzas, y el importe de tres cédulas: la suya, la de su mujer y la del hijo. ¡Y hasta hubo quien quiso hacerle pagar la de la vaca, por cuestión de analogía!
     Era también el tío Miseria un hombre ilustrado, gracias al Gobierno, que le puso una escuela en la parroquia para que aprendiese todo lo que puede enseñar un maestro de incompleta al que el Ayuntamiento le pagaba, por trimestres vencidos, todos sus haberes. ¡Pero aquellos trimestres debían de ser valientes como rayos, pues el pobre maestro, por mucho que peleó con ellos, nunca consiguió verlos vencidos!
     Aquel dómine incompleto, le enseñó al tío Miseria muchas cosas. Por supuesto el primer día de escuela le enseñó los codos rotos, dos ventanas en el pantalón con vistas interiores y unas botas tan alegres que se reían a carcajadas entre el material y las suelas.
     Le enseñó también que al que tiene cuatro pesetas si le sacan dieciséis reales no le queda ni un céntimo, que las letras del abecedario son letras que no se cobran, y que el que no come… ayuna.
     Además de eso aprendió el tío Miseria, sin que nadie se las enseñase, todas las verdades de Pero Grullo, y otras muchas cosas que no tenían desperdicio.
     Sabía que el mundo es cuadrado, ¡que no es poco saber! Sabía que en la Tierra solamente hay dos naciones: España y la Morería; y que la humanidad se compone de cristianos, moros y judíos, siendo estos últimos los más numerosos. ¡Casi tenía razón!
     Sabía que un hombre de bien no debe ampararse en la justicia, sino huir de ella como del fuego, y que todas las leyes se resumen en una: la ley del embudo.
     Sabía también que el infierno es un horno muy grande lleno de sapos y culebras, que está debajo de nosotros (aunque a veces dudaba si tendremos otro dentro); y el cielo, una bendita tierra en donde no se trabaja, ni se comen berzas, ni se paga contribución.
     Y sabía, de muy buena tinta, que el secretario del Ayuntamiento, el diputado del distrito, el jefe de la política y el señor Picote (que era el más rico de la parroquia y prestaba dinero al sesenta por ciento de interés), irían todos al infierno de cabeza, llevados, uno después de otro, debajo del brazo, por el mismo demonio en persona; mientras que a él, el pobre tío Miseria, ya le tenía Dios preparado un buen sitio en el cielo, a su derecha, por todas las calamidades que estaba pasando en este mundo.
     Pensando en eso, ¡qué feliz se consideraba el tío Miseria! No cambiaría su piel, por la del mismo rey en persona; porque, como él decía:
     -¡Para el tiempo que he de estar en este mundo lo mismo me da comer berzas que carne de pollo, porque en el otro ya me desquitaré!
     Y esperando el desquite, nuestro hombre, qué duda cabe, tenía que ser el más feliz de la parroquia.
     Por eso, cuando llegó el día en que ya ni las berzas eran suficientes para matar el hambre de todos los de aquella casa, y fue necesario embarcar para Buenos Aires a su único hijo, mientras su mujer lloraba desconsoladamente, el tío Miseria, aunque la procesión andaba por dentro, exclamaba frotándose las manos:
     -Calla, mujer, calla. ¡Deja que se vaya! Cuantas más desgracias nos vengan en esta vida, más satisfacciones nos esperan en la otra. ¡Hoy ganaremos por lo menos… ocho ferrados de gloria!
     El tío Miseria para poder enviar a su hijo a las Américas, se empeñó aún más de lo que estaba. Le hizo ropa nueva, pagó muchos duros para pasar por alto lo del servicio militar, y cuando fue a despedirlo al barco le metió en el bolsillo sus últimos ahorros, y, dándole un beso y un abrazo, le dijo:
     -Adiós, hijo mío. Si no volvemos a vernos en este mundo y yo me muero antes, cuando tú te mueras, pregúntale a San Pedro por mí, que él te conducirá hasta donde yo esté. Así que… hasta entonces y no llores, que por llorar no te van a dar nada.
     La pregunta que el tío Miseria le encargó a su hijo para San Pedro, ya tuvo ocasión de hacerla a los dos meses de llegar a Buenos Aires. El pobre chico se murió de pena. Y antes de morir, revolviéndose en la cama del hospital, de vez en cuando entornaba los ojos y soñaba… soñaba con las berzas de la casa de su padre.
     Y el enfermero decía:
     -¡Si será burro el del número 6 ! ¡Le estamos dando caldo de gallina, y no hace más que suspirar por las berzas!
     Al tío Miseria, cuando se enteró de la muerte de su hijo, se le puso un nudo en la garganta y estuvo dos días sin probar las consabidas berzas (aquellas berzas que eran algo así como el blasón de la familia), pero al tercer día, echó el nudo hacia abajo y exclamó:
     -¡Quién como él! ¡A estas horas estará en el cielo dándose la gran vida; y yo aquí tragando berzas! ¡No merezco perdón de Dios, si me pongo triste por él!
     Y se puso a reír a carcajada limpia…
     ¡Cuando yo digo que el tío Miseria era el hombre más feliz de la parroquia…!
     Al día siguiente vinieron del Juzgado a notificarle al tío Miseria el embargo de todos sus bienes inmuebles, muebles… y la vaca; pues el señor Picote, a quién nuestro viejo acudía en caso de apuros económicos, compadecido de su situación, le había prestado un dinero que, con el sesenta por ciento de intereses, sumaba más que la cuenta del Gran Capitán. Y como el último plazo había vencido hacía cuatro días, y el señor Picote era un hombre muy justo y puntual en todas las cosas, se echó sobre el tío Miseria para cobrarle el capital y los intereses, todo junto.
     ¡Y eso estaba muy bien! El señor Picote era un hombre rico, soltero y sin obligaciones; pero eso no se le hace. ¡A cada uno hay que darle lo que es suyo!
     Además el tío Miseria no tenía ningún gobierno y llevaba una vida de clérigo, en lugar de hacer economías para pagar a quién debía. ¡Sí, sí, nuestro hombre pasaba de largo! ¡Un día se comió cuatro berzas… y le bastaba con una!
     Cuando el juez le notificó el embargo, el tío Miseria hizo un punto de muiñeira con la alegría y exclamó:
     -¡¡Hala, carajo! ¡Llueven las desgracias sin tregua! Mejor que mejor. Hoy he ganado seis ferrados más en el cielo.
     Pero su mujer, la viejecita, no estaba muy conforme con aquellos pedazos de terreno, que su marido iba adquiriendo en el mundo de la verdad, ni quería convencerse de la buena suerte que les entraba por la puerta.
     -Mira, hombre -le dijo al tío Miseria- si por cada desgracia que nos cae encima, ganásemos solamente una cuarta de terreno en la gloria, ya éramos hoy dueños de las dos terceras partes del cielo.
     -No digas herejías, mujer.
     -El hereje eres tú, que por lo visto quieres que nos hagamos con toda la fincabilidad de Dios Nuestro Señor. Lo mejor es que te dejes de historias, y vayas a hablar con el señor Picote a ver si nos da quince días más de plazo antes de embargarnos los bienes.
     -Bueno, mujer. Voy allá, por complacerte, pero me da el cuerpo que he de sacar del señor Picote… lo que sacan los pollos de la rapiña.
     Y dale que dale, allá se fue el tío Miseria, camino de la villa, donde pasaba los inviernos el señor Picote.
     Éste no estaba en casa, y nuestro viejo tuvo que esperarlo en el portal. Allí estuvo más de una hora, hasta que vio aparecer en medio de seis amigotes al señor Picote, de chistera y levita, y más tieso que un gallo.
     Era el tal señor, uno de esos ricos demócratas y campechanos que se desviven por mejorar la situación de la clase trabajadora; esa clase infeliz que, como él decía, es preciso redimir a toda costa. (Y antes de redimirla… comenzaba redimiéndole los bienes).
     En aquel momento venía de una Reunión Obrera, donde predicara aquella tarde, pidiendo, entre salvas de aplausos, mucha igualdad, mucha libertad y mucha fraternidad; pero mucha, muchísima, por lo menos… ¡un sesenta por ciento!
     Al ver al tío Miseria, se adelantó el señor Picote a los demás amigos, sombrero en mano, se arrodilló delante de él; con gran asombro del viejo que, de pie, también descubierto, y con la boca abierta de un palmo, lo miraba creyendo que se había vuelto loco.
     -¿Qué es esto? ¿Qué hace usted? -dijeron sus amigos acercándose-.
     -Arrodillaros todos -respondió el señor Picote-. ¿Veis a este hombre de calzones? Pues bien, aquí tenéis un fiel representante, de esa pobre clase que sufre y calla, que trabaja y no come…
     -¡Señor; usted habla como un libro! –Interrumpió el tío Miseria-. ¡Pero… levántese!
     -Sí -continuó el señor Picote-. ¿Y todo eso para qué? Para mantenernos a nosotros los ricos.
     -¡Qué razón tiene! -Volvió a interrumpir el tío Miseria-.
     -Sí; aquí lo tenéis; al pobre labrador. Prometeo…
     -Yo no me llamo Mateo, señor.
     -Prometeo del trabajo, eterno esclavo de la tierra, que va regando con su sudor y sus lágrimas. Sin los labradores ¿qué sería de nosotros? ¡Hay del día que sepan lo que valen, y se levanten todos para reclamar lo que se les debe!
     -¡A mi no me debe nada, señor! Soy yo el que le debo…
     -Entonces el conflicto agrícola, será aún de más difícil solución que el de la clase obrera. Por eso a estos infelices, que son más castigados y los que menos reclaman, debemos… redimirlos a toda costa.
     Y dicho esto, en medio de los aplausos de los otros amigotes, le dio un beso y un abrazo al tío Miseria, que sin saber lo que le pasaba, se decía asimismo:
     -A este hombre le debió de tocar Dios en el corazón. Me parece que no se contenta con darme quince días de plazo. ¡De esta, me perdona los intereses!
     Mientras, se despidió el señor Picote de sus amigos, que marcharon exclamando:
     -¡Este sí que es lo que se llama un hombre! ¡Si todos los ricos fueran como él, que bien andaría el mundo! ¡Ganaba por lo menos… un sesenta por ciento!
     Cuando quedaron solos el tío Miseria y el señor Picote, dijo este, cubriéndose y cambiando de tono:
     -Vamos a ver, ¿qué te trae por aquí? ¿Vienes a pagarme?
     -Señor -respondió el tío Miseria dándole vueltas en la mano a la montera-, yo a lo que venía era… a pedirle…
     -¡Huy! ¡Malo! ¡Malo! ¡Siempre estáis pidiendo!...
     -Señor, yo quería que ordenase suspender el embargo.
     -Bueno, pues… págame.
     -Señor, yo no puedo pagarle. Si usted me diese un plazo de quince días…
     -¡Bah, bah, bah! ¡Con qué cuentos me vienes! ¿Tú eres tonto o te haces?
     Señor, compadézcase de mí. Soy un pobre labrador, como muy bien decía usted.
     -Lo que sois todos vosotros es un atajo de desvergonzados.
     -Pero, ¿Usted no decía…?
     -¿Qué decía yo? ¡Cosas que tú no entiendes! ¡Yo hablaba en general! En fin… hombre… déjate de historias y sal por esa puerta.
     -Señor, y si me embargan mañana, ¿dónde me meto yo con mi mujer?
     -¡Métete en el infierno! ¡A  mí qué me cuentas!
      Y de un empujón, lo echó a la calle dándole con la puerta en las narices.
     El tío Miseria, quedó como quien ve visiones y se marchó hacia su aldea diciéndose asimismo:
     -¡Esto ya lo esperaba yo! ¡Pero mi mujer es tan terca! ¡Bueno! ¡Qué le vamos a hacer! ¡Alégrate, viejo! Hoy ganaste otro ferrado de sembrado en el cielo.
     Al día siguiente fue la justicia a embargarle todo cuanto tenía; y cuando vio la vaca fuera, el tío Miseria, dándole un abrazo exclamó:
     -A esta sí que no la vuelvo a ver ni en este mundo ni en el otro. ¡Pero… no importa! ¡Ya me darán vacas en el cielo!
     Cuando el tío Miseria y su mujer se encontraron fuera de su casita, en medio de la huerta y sin más fortuna que lo que llevaban puesto, su compañera se convenció, al fin, de que los dos eran ya felices y dueños al menos de las tres cuartas partes de la gloria, y, llena de satisfacción, le dio un patatús con la alegría, marchándose para el otro mundo en un santiamén.
     ¡La pobre vieja, sin duda, se daba prisa para tomar posesión de los bienes que ella y su marido habían adquirido en el paraíso.
     El tío Miseria acompañó el cadáver hasta el cementerio, metió la caja en la fosa, le echó tierra encima y luego, arrodillándose y mirando al cielo, exclamó:
     -Adiós, compañera mía.  Dale un abrazo a nuestro hijo, y hasta luego. ¡Esperarme cualquier día de estos!
     Efectivamente, el pobre viejo no tardó un mes en ir a reunirse con su familia.
     Una mañana apareció muerto dentro de las ruinas del antiguo palacio de un señor de horca y cuchillo.
     ¡Murió de hambre… que es la manera más económica de morir que se conoce!

D. E. P.


II

     Al despertar el tío Miseria en la otra vida, comenzó a subir más rápido que un rayo; y allá arriba, en la mitad del camino, entre el cielo y la tierra, abrió los ojos del alma, y se quedó atónito de admiración.
     ¡La cosa no era para menos!
     ¡Allá, en las profundidades del espacio, el mundo, lleno de Picotes, y tíos Miserias, giraba cuesta abajo, hundiéndose cada vez más en la oscuridad de los abismos sin fin. Encima y por los lados, otros millares de millones de mundos, caminaban, Dios sabe hacia dónde, dando vueltas y vueltas igual que ruedas de molino.
     -¡Yo aquí me voy a perder! -exclamó el tío Miseria mirando hacia abajo, al planeta que dejara para siempre, y que, cada vez más lejos, parecía una luciérnaga que se iba apagando y apagando, hasta que al fin, desapareció… allá… en las inmensas negruras del infinito-.
     -¡Vete con Dios! -Dijo nuestro viejo-. ¡El mundo en el que estuve no era nada! ¡Parece mentira que peleemos tanto unos con los otros dentro de aquel grano de maíz! ¿Cuándo llegaré al cielo? Seguro que ya me están esperando con fuegos artificiales y gaitero. ¡Hay, carajo, me voy a desquitar de todos los malos tragos que allá abajo me hicieron pasar!
     En estas y otras conversaciones consigo mismo iba embobado, cuando de repente se encontró a la puerta de una casa muy grande pintada de rojo.
     -¿Será este el cielo? Voy a llamar.
     Y dio tres golpes que sonaron como tres cañonazos.
     Se entreabrió la puerta, y salió por ella una llamarada que lo echó hacia atrás.
     -¡Demonio! –Exclamó el tío Miseria-. ¡Aquí parece que están cociendo pan de maíz!
     -¿Quién rayo anda ahí? -Preguntaron desde dentro-.
     -Un difunto, señor.
     -¿Y de dónde vienes?
     -De Xallas, para servir a Dios y a usted.
     -Servirlo a él y a mi al mismo tiempo, es un poco difícil.
     -Será, señor.
     -¡Calla! ¿Tú eres Picote? Casualmente te estábamos esperando.
     -Disculpe, pero yo soy el tío Miseria.
     -¡El tío Miseria! ¿Y qué se te perdió aquí? Si no te vas de aquí a toda prisa, cojo un tizón y te quemo el alma.
     -No se enfade, señor.
     -Poca conversación, y sigue tu camino, que en el infierno maldita la falta que haces.
     -¡Válgame Dios! ¡Vine a parar al infierno! ¡Nunca pensé que quedara tan arriba -exclamó el tío Miseria-. Por eso… ya me daba mala espina! ¡Aquí huele a cuerno quemado! Y por lo visto debió de morir también el señor Picote, pues ya lo están esperando. ¡Adelante! ¡Malo será que no encuentre el cielo!
     Y siguió, sube que sube, hasta que allá arriba, muy arriba, entre árboles de oro con hojas de perlas, vio una puerta muy grande que tenía por clavos soles.
     -¡Esta es la puerta de la gloria! ¡No me cabe duda! ¡Apuremos el paso! ¡Qué buen recibimiento voy a tener!
     Al decir esto, sintió un ruido de pasos a sus espaldas, miró hacia atrás, y… ¡asombroso! ¡Vio al señor Picote en persona, que llevaba el mismo camino que él!
     -¡Nunca Dios tal mal me diera! ¡El señor Picote por estas alturas!
     -¡Hola, tío Miseria! -dijo el señor Picote acercándose-, ya me enteré que murieras el mismo día que yo, y me alegro de verte, porque quería pedirte perdón por todo el mal que te hice allá abajo.
     -¡Hum, hum! -Respondió el tío Miseria, meneando la cabeza- usted quiere repetir la burla de aquel día en el portal de su casa. ¡Pues ahora no estamos para burlas!
     -Te lo digo de verdad.
     -Entonces… no hable de eso. Yo le perdono de corazón: la cuestión es que también Nuestro Señor le perdone todo lo que ha hecho.
     -Dios ya me perdonó. Me arrepentí en la hora de la muerte de todos mis crímenes.
     -Mire; yo no le deseo mal, pero he de decirle una cosa.
     -¿Qué es ello?
     -Hace un ratito estaban esperando por usted en el infierno. ¡Lo sé de buena tinta!
   -Si; pero cuando me esperaban aun no hiciera acto de perfecta contrición. El arrepentimiento fue cuestión de un segundo.
     -Pues… me alegro y… sigamos delante. Aquí parados no hacemos nada. Diga, eso que se ve, ¿será la gloria?
     -Sí, hombre, sí. Ya lo dice el letrero que tiene encima. ¿Tú no sabes leer?
     -Sí, señor, pero soy de vista cansada y se me olvidaron los lentes. Me quedaron debajo de la tierra, en el bolsillo del pantalón.
     A todo esto llegaron a la puerta de la gloria, y el señor Picote se adelantó a llamar.
     -¿Quién anda ahí? -Preguntó San Pedro-.
     -Señor; yo soy Picote.
     -¡Ya tenemos aquí al señor Picote! -gritó San Pedro, tocando palmas de alegría.
     Y las puertas del cielo, se abrieron de par en par, en medio de vivas, música y fuegos artificiales.
     -Cuando reciben a ese con tanta fiesta, ¿qué será a mí? -dijo el tío Miseria para sus adentros-; y trató de meterse por la puerta, detrás de su compañero de viaje.
     -Eh, paisano, ¿a dónde vas? -le dijo San Pedro con malos modos, empujándolo hacia fuera.
     -¡Señor San Pedro -exclamó el pobre viejecito- yo soy el tío Miseria! ¡Dios mío! ¡También aquí!
     -¿Quién eres? -Preguntó San Pedro desde dentro-.
     -El tío Miseria, señor.
     -Grita más, que con el estruendo de los cohetes no oigo bien.
     -¡El tío Miseriaaa!... -exclamó nuestro hombre a grito pelado-.
     -¿Así que tú eres el tío Miseria? ¡Bueno! ¡Entra, y no armes escándalo en la puerta!
     Abrieron media hoja, y el tío Miseria entró en el cielo sin que nadie saliera a recibirlo.
     -¿Dónde está mi parienta y el hijo? -fue lo primero que preguntó-.
     -Búscalos, que por ahí andarán -respondió San Pedro volviéndole la espalda-.
     El pobre  viejo se quedó paralizado y sin atreverse a pasar de la portería.
   -¡Ay! -Exclamó sentándose en un rincón-. Al señor Picote, lo reciben aquí con música y cohetes, y a mí, después de tantos méritos, me tratan como a un perro. ¡Adiós a mis esperanzas! ¡Por lo visto en este mundo les hacen a los pobres lo mismo que en el de abajo! ¡Salí de un soto… y me meto en otro!
     En esto, Dios Nuestro Señor, que casualmente pasaba por allí, al ver al tío Miseria, triste y pensativo y acurrucado, se acercó a él, lo cogió por una mano, lo levantó del suelo, y le dijo:
     -¡Vente conmigo, tío Miseria, que yo te llevaré con tu mujer y tu hijo para que os sentéis los tres a mi lado por toda la eternidad!
     -Gracias, Señor, gracias -Exclamó el tío Miseria- si no fuera por usted, aquí nadie me hacía caso. ¡Como soy un pobre!... ¡Si fuera rico como el señor Picote!
     -Aquí no hay pobres, ni ricos -le respondió el Señor bondadosamente-.
     -Puede que usted tenga razón; pero…
     -Ya sé que te pareció mal que al señor Picote lo recibiesen mejor que a ti.
    -Señor -dijo el tío Miseria rascándose la cabeza-, eso a mí, ¿por qué me había de parecer mal?
     -¡Mira, que aquí no vale mentir!
    -¡Pues… si he de decir la verdad, yo esperaba otro recibimiento! ¡Solamente usted sabe lo mucho que he sufrido con paciencia para ganar la gloria!
     -Ya lo sé, ¿pero tú ignoras por qué a Picote lo recibieron mejor que a ti?
     -Yo, Señor… si usted no me lo dice…
   -Pues te lo voy a decir. La entrada en la gloria de un pecador arrepentido, nos regocija más que la de cien justos. ¡Estamos tan poco acostumbrados a eso! Aquí Picotes, llega uno por casualidad, de mil en mil años; tíos Miserias, como tú, ¡entran cientos a todas las horas!


FIN

Original escrito en gallego.
Traducción libre al castellano: Robert Newport – 4 de diciembre de 2005

ENRIQUE LABARTA POSE (Baio, Zas, 1863 – Barcelona, 1925) estudió derecho en Santiago de Compostela, en donde conoció a Valle Inclán y Alfredo Brañas, y después vivió en Pontevedra. Fue un activo periodista y fundó y dirigió muchas publicaciones en las que puso de manifiesto su tendencia al humorismo satírico. Es autor de una extensa obra poética de carácter costumbrista y popular, así como de un gran número de cuentos entre los que consiguió mucha popularidad El tío Miseria.

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