Por Robert Newport
30 enero 2020
Ha empezado mal
este nuevo año. En este momento, ya son seis las mujeres que han sido
asesinadas por sus parejas o ex parejas, en una escalada de violencia machista
que no parece tener fin. En mis cavilaciones paranoico-metafísicas, llego al
convencimiento de que, patologías aparte, esos comportamientos irracionales
pueden tener su origen en el ambiente que nos rodea: el aire que respiramos, el
agua que bebemos, los alimentos que comemos o los materiales y productos
químicos que utilizamos en nuestro trabajo o en el hogar. También puede ser que
no consigamos procesar adecuadamente la cascada de información que recibimos diariamente,
y se colapsen nuestros circuitos cerebrales. O que, tal vez, desde la más
tierna infancia ya apuntábamos maneras y comportamientos violentos —«cabroncetes» potenciales— que
se desarrollaron con la edad.
Algo
tiene que ocurrir en nuestro cerebro para que emerja ese instinto primitivo: la
agresividad, que subyace latente, contenida, amortiguada. Aunque, por alguna
extraña razón que desconozco, es probable que se produzca una transitoria alteración
genética que provoca ese comportamiento primario. En cualquier caso, todo lo
expuesto es fruto de conjeturas personales —la ignorancia es muy atrevida—, carentes
de fundamento científico.
Publicado en ‘La
Región’ (01.02.2020), en la sección ‘Cartas al Director’; y en ‘XLSemanal’ nº 1687 (23.02.2020), en la sección 'Cartas de
los Lectores'
Texto revisado (06.02.2020)