sábado, 28 de diciembre de 2013

El largo camino hacia un futuro soñado... (III)





Por Robert Newport

CINTA DE VÍDEO
Supuso, para los de mi generación, la posibilidad de poder disfrutar, en la comodidad del hogar, de películas, documentales y reportajes, propios y ajenos; así como, también, realizar grabaciones de imágenes y sonido en cinta magnética, directamente de la televisión, teniendo el control absoluto de los tiempos: pausa, congelación y repetición de imagen, avance y retroceso… En definitiva, el vídeo doméstico -comercializado en tres formatos: Beta (1975), VHS (1976) y 2000 (1979), significó disponer del cine a la carta en el salón de nuestros hogares. 

En los albores del actual siglo XXI, el popular sistema VHS, único superviviente del formato vídeo, sucumbió a la supremacía del DVD. 

CINTURÓN DE SEGURIDAD EN LOS AUTOMÓVILES
En el año 1959, Nils Bohlin, un ingeniero de VOLVO, fabricante sueco de automóviles, inventó el cinturón de seguridad de tres puntos de anclaje, que es el que incorporan los automóviles actuales. Significó, sin duda, una de las más importantes aportaciones a la seguridad de los ocupantes de los automóviles, que, junto con el airbag, minimiza las posibles lesiones en una colisión.

Mi primer coche no incorporaba cinturón de seguridad. Todavía no era obligatorio. Pero, claro, estoy hablando del año 1971, lo que para algunos significa la ‘prehistoria’... Pasado algún tiempo, decidí ponerlo en los asientos delanteros. Los estrené en uno de mis viajes profesionales, de Ourense a Manresa, y recuerdo aquella sensación de seguridad al ir sujeto al asiento. Tenía la impresión de estar más integrado en el coche, de formar parte de él. Y, además, no sé si por esnobismo, o por supina ‘gilipollez’ -tal vez, más por lo segundo que por lo primero-, me había comprado unos guantes de conducción deportiva que dejaban parte de los dedos al descubierto. Me sentía el ‘Carlos Sáinz’ del utilitario. ¡Cuánta estupidez en tan poco espacio!

Lo cierto es que este sistema de seguridad pasiva ha salvado muchas vidas y, sin duda, lo seguirá haciendo. Su uso es obligatorio, pero algunos conductores continúan haciendo caso omiso, aún sabiendo que, al no ir debidamente sujetos, pueden golpearse fatalmente en la cabeza o partirse el esternón, entre otras posibles lesiones evitables con el uso habitual del cinturón de seguridad. 

COCINA
La cocina siempre fue el centro neurálgico de la casa. El puente de mando del buque doméstico. En ella se planifican, se diseñan y se elaboran los menús para toda la familia. En muchos hogares, además, también es el comedor.

Empezó siendo ‘lareira’, especialmente en las zonas rurales, en la que descansaba un trespiés de hierro sobre la lumbre, y un pote que se izaba y arriaba con unas caramilleras. Luego, la ‘modernidad’ -¡el progreso!- trajo consigo la ‘cocina de hierro’ -denominada, también, ‘cocina económica’-, fabricada en el País Vasco, que utilizaba leña y carbón como combustible. Gruesa encimera (plancha) de hierro, robusta armadura de hierro fundido, herrajes y apliques de bronce, conformaban aquella cocina. Además de la encimera sobre la que se cocinaba, también disponía de horno. Algunos modelos también incorporaban un depósito para calentar agua. Así era la cocina que había en la casa de mis abuelos, y en la mayoría de las casas en los años ’40 y ’50 del siglo pasado. Los herrajes y apliques de bronce de aquellas cocinas, que mi abuelo se preocupaba de que estuvieran siempre relucientes, recuerdo que se limpiaban con limpiametales ‘Sidol’. 

Por la embocadura de carga, o directamente a través de los arillos de la encimera, se introducía el combustible: leña o carbón. Para iniciar la ignición, generalmente se utilizaban piñas secas. Las llamas calentaban la gruesa encimera, y el humo de la combustión, antes de salir hacia la chimenea, envolvía y calentaba también el horno. Bajo la embocadura de carga existía un cajón-cenicero al que se accedía a través de una portezuela exterior.

En la encimera, la temperatura (potencia calorífica) no era uniforme en toda su superficie. Así, las cacerolas y sartenes podían situarse, en una u otra zona, en función de su contenido y de la operación a realizar: hervir, guisar, cocer, freír, rehogar… Del mismo modo, debido a las variaciones en la combustión de la leña y el carbón, también la temperatura en el horno estaba diferenciada: en la zona superior era más alta que en la inferior. La principal ventaja del horno estaba en su concepto: la fuente de calor se encontraba, circundante, en el exterior, y no en su interior, con lo que los alimentos no se resecaban durante la cocción ni se contaminaban con los gases de la combustión. Por su concepción, las cocinas de leña alcanzaban temperaturas muy altas, tanto en la encimera como en el horno, que permitían obtener resultados culinarios difícilmente viables con una cocina de gas o eléctrica. Al mismo tiempo, aquellas cocinas de hierro proporcionaban un ambiente cálido y confortable durante el invierno.

Con la comercialización del gas butano para uso doméstico -y, posteriormente, también, el gas ciudad-, la familiar cocina de hierro cedió paso a la de gas o eléctrica. Dejaron de usarse los combustibles sólidos: la leña, el carbón y las piñas, que generaban residuos indeseables (cenizas) y, también, mucha suciedad en el lugar de almacenamiento. A partir de ese momento, la pulcritud y la asepsia fueron la tónica dominante en esa estancia de manipulación, elaboración y degustación de alimentos.

Hollywood, en aquellas películas inolvidables protagonizadas por Dorys Day y Rock Hudson, nos deslumbraba con cocinas amuebladas y electrodomésticos que desconocíamos: frigorífico, lavadora, lavavajillas, cocina eléctrica con horno incorporado... Pero -¡al fin!- llegó el futuro soñado… Y nuestras cocinas ya nada tienen que envidiar a las que, entonces fascinados, veíamos en la gran pantalla.

CÓDIGO DE BARRAS
Para no cometer el (craso) error de caer en la arrogancia de comentar un tema que desconozco, como es el Código de Barras, me permito transcribir parte de una crónica firmada por Jaime Farrell, publicada en el número 363 del diario ‘El Mundo’, de fecha 29 de septiembre de 2002, titulada ‘Un icono cotidiano’: 

“El jueves hará 25 años. El 3 de octubre de 1977 la cajera de un supermercado de la cadena Mercadona en Valencia pasaba por un escáner un producto identificado con un diagrama de líneas verticales paralelas y de desigual anchura. Se trataba de un sencillo estropajo de la empresa 3M. Era el primer artículo que lució en España un código de barras.

Un cuarto de siglo después la escena se repite miles de veces por minuto; en todo el mundo hay más de 10 millones de productos identificados con el código de barras, y se calcula que su introducción ha ahorrado a cada español unas 24 horas anuales de hacer cola en los supermercados. El más hábil operario tardaría siete veces más en teclear el precio de un artículo que en pasarlo por un lector de infrarrojos que descifra el omnipresente código.


Lejos de quedarse en las estanterías de supermercados e hipermercados, en la actualidad las barras se utilizan para identificar a los participantes en carreras populares, a los titulares de una declaración fiscal y hasta a los recién nacidos”.

DETERGENTE
Recuerdo que, en los años ’40 y ’50, la ropa se lavaba a mano con jabón ‘Lagarto’ (‘jabón Lagarto, lavado perfecto’). También, cómo no, con escamas ‘Saquito’ (‘Mientras Vd. Descansa… escamas Saquito lava’). Ya en los ’60, se comercializó el detergente biológico que, lavando a mano o con lavadora, había que calcular muy bien las dosis si no queríamos que, como ocurría en algunas películas de dibujos animados, la espuma lo inundara absolutamente todo. Por ello, ante la excesiva y descontrolada formación de espuma de los primeros detergentes, los fabricantes crearon la fórmula ‘espuma frenada’. Parece una broma, pero no lo es. 

Los anuncios de detergente en televisión -para qué vamos a engañarnos- eran un verdadero coñazo. Sin embargo, recuerdo con simpatía el original eslogan del detergente ‘Colón’: ‘Busque, compare, y si encuentra algo mejor, ¡cómprelo!’. Por cierto, una curiosidad con la que muchos se identificarán: con los ‘tambores’ de 5 Kg. de detergente ‘Colón’ vacíos, convenientemente forrados y personalizados, hacíamos papeleras; y si la tapa presentaba buen aspecto y cerraba bien, se utilizaban para guardar pequeños juguetes. En los años ’80, yo lo utilizaba para meter los tubos que contenían papel vegetal y planos enrollados.

FREGONA
Fregar los suelos era un trabajo penoso y humillante: se realizaba siempre de rodillas, directamente sobre el suelo o sobre la llamada ‘banqueta’ de madera. Un cepillo de cerdas vegetales, una pastilla de jabón, un cubo con agua con lejía y una bayeta absorbente, eran los utensilios de fregado.

Con el cepillo en la mano, previamente mojado y restregado en la pastilla de jabón, se frotaba el suelo (madera vista, piedra o baldosa) y se aclaraba con la bayeta mojada, que, a cada pasada, se introducía en el agua del cubo y se escurría retorciéndola con ambas manos. A medida que avanzaba la faena, se retrocedía desde la posición inicial arrastrando el cubo que, conforme el agua iba adquiriendo el característico color ‘chocolate’, había que vaciar, enjuagar y llenar de nuevo.

En 1957, Manuel Jalón Corominas, ingeniero aeronáutico español, comercializa la fregona doméstica ‘Rodex’ -¡qué invento!- y, a partir de ese momento, se acabó el fregar de rodillas los suelos. La fregona se convirtió en un utensilio ‘unisex’ de limpieza doméstica. Fregar los suelos -¡al fin!- dejó de ser una tarea exclusiva de mujeres.

FRIGORÍFICO
A pesar de que en la década de los ’50 del siglo XX (1952) empezó a comercializarse el frigorífico en nuestro país, el precario poder adquisitivo de la gran mayoría de los ciudadanos hacía inviable su compra. Sin embargo, algunos hogares -¡muy pocos!- tenían en su cocina la que se conocía como nevera; que, aunque su aspecto exterior era similar al de un frigorífico, conservaba los alimentos a base de introducir barras de hielo que había que reponer a medida que aquellas se derretían. A tal efecto, las fábricas de hielo disponían de un servicio de distribución (logística) que aseguraba el suministro diario. No obstante, tener que preocuparse de vaciar a diario el recipiente que contenía el agua del deshielo era un fastidio, una lata… ¡Un verdadero coñazo! Aunque, ciertamente, con la nevera, a pesar de sus limitaciones, la conservación de los alimentos ya era otra cosa.

Los actuales frigoríficos, de los que existe una amplia y variada gama de modelos adaptados a todas las necesidades, y de las más prestigiosas marcas del mercado, nada tienen que ver con aquellos primeros de los años ’50 del siglo pasado. Los actuales, los del siglo XXI -¡dónde va a parar!-, son otra cosa. La investigación y la tecnología, han propiciado la incorporación del sistema de enfriamiento por aire (No Frost), que evita la formación de escarcha, haciendo innecesaria la descongelación una o dos veces al año. Han posibilitado que podamos controlar la temperatura y adaptarla a nuestras necesidades; han logrado crear los modelos ‘combi’, que disponen de dos compartimentos estancos (superior e inferior), independientes y térmicamente diferenciados: frigorífico y congelador, cada uno con su puerta correspondiente… En definitiva, han hecho del frigorífico el electrodoméstico imprescindible por excelencia. 

LAVADORA 
Hasta los años ’60, en que la lavadora doméstica empezaba a generalizarse, la ropa se lavaba a mano: en casa, en los lavaderos públicos o en el río sobre una piedra. Los que ya tenemos una edad, recordamos en nuestro pueblo el lavadero público ubicado en la margen izquierda del río de O Con, al pie del puente que une la actual Avenida Rodrigo de Mendoza con la Rúa Santa Eulalia. Allí, las lavanderas lavaban la ropa de varias familias por un módico precio y la pastilla de jabón. Cuando el tiempo era soleado y reinaba el buen humor, las lavanderas cantaban a coro canciones populares mientras enjabonaban, frotaban, aclaraban y escurrían la ropa sobre la piedra del lavadero. La corriente del río, en su incesante huida hacia el mar, se llevaba el eco de sus voces entre espuma de jabón. Aquellas abnegadas mujeres, una vez que la ropa estaba lavada y escurrida, también se encargaban de tenderla al sol -adquiriendo así un agradable frescor y un blanco brillante- para devolverla limpia y seca, lista para planchar. Naturalmente, en invierno, con tiempo lluvioso, devolver la ropa seca era misión imposible.

El oficio de lavandera, del mismo modo que el de fregadora de suelos, era muy duro. No disponían de guantes de goma, y las manos desnudas dentro del agua del río quedaban congeladas. Los dedos, en permanente contacto, día tras día, con el agua gélida, se llenaban de grietas y de sabañones que, finalmente, se ulceraban. El dolor tenía que ser insoportable. Pero era necesario reforzar la precaria economía familiar. Y, en muchos casos, significaba el único sustento. Eran tiempos (muy) difíciles...

Recuerdo que la primera lavadora que hubo en la casa de mis abuelos era marca BRU, cilíndrica, en posición vertical, de carga superior. Incorporaba un motor eléctrico oculto en la parte inferior, que hacía girar un disco de goma con nervaduras de gran relieve para remover la ropa, situado en el fondo del cilindro. Se llenaba de agua, manualmente, con un cubo, y se añadían escamas ‘Saquito’ o algún detergente. Una vez finalizado el ‘ciclo’ estimado de lavado, se desconectaba la máquina -operación que también era realizada manualmente-, y se vaciaba sacando el tapón del desagüe situado en la parte inferior.

A principios de la década de los ’60, la lavadora ya es automática: incorpora temporizadores que controlan los tiempos de prelavado, lavado y centrifugado. A partir de ahí, la evolución de la lavadora no tiene límites: se van incorporando microprocesadores que contienen toda la información programada para controlar los distintos ciclos de lavado. Se añaden sensores que controlan la temperatura y el nivel de agua. La puerta de carga (ojo de buey) dispone de un mecanismo conectado a un microprocesador que impide el funcionamiento de la lavadora mientras la puerta no esté cerrada; y, una vez en marcha, ya no se puede abrir… Y así hasta el infinito.





martes, 10 de diciembre de 2013

El largo camino hacia un futuro soñado... (II)



Por Robert Newport

BOMBONA DE GAS BUTANO
El gas butano GLP (gas licuado del petróleo) está considerado como una energía eficaz, por su elevado poder calorífico; limpia, por tener una combustión sin residuos de azufre ni micropartículas; económica, por su inmejorable relación calidad/precio; y segura, porque su instalación está realizada y controlada por sistemas altamente fiables.

Con la comercialización del gas butano para el consumo doméstico, y la implantación de una  red de distribución (logística) garantizando el suministro a domicilio, se abrió un amplio abanico de posibilidades en la fabricación de electrodomésticos: cocinas, hornos, estufas, calentadores de agua, hornillos, etc.

La llegada de aquella bombona color naranja a nuestros hogares, que ya formaba parte del ‘mobiliario’ de nuestras cocinas, del ‘paisaje’ móvil de nuestras ciudades y de la ‘banda sonora’ de nuestras calles (sonido metálico diferenciado: bombona llena, bombona vacía), significó el comienzo de una nueva era energética. El punto de partida hacia un progreso que ya era imparable.

Por cierto, aquel color naranja de las bombonas de gas -¡quién lo iba a decir!-, acabaría normalizándose en las cartas cromáticas como color ‘naranja butano’ o, simplemente, color ‘butano’.

CALCULADORA
Recuerdo aquellas sumas interminables en los libros de contabilidad: Diario, Mayor, Caja…, para las que aún no existía máquina sumadora. O las multiplicaciones y divisiones con cantidades de vértigo. ¡Qué agotamiento mental! Y no digamos extraer raíces, cuadrada o cúbica, de magnitudes importantes. ¡Alopecia galopante!

Abundando en las sumas contables realizadas a mano -y esto para conocimiento de la generación de la informática-, quiero añadir que, al tratarse de operaciones que podían contener alrededor de 30 sumandos, se procedía, como es preceptivo, sumando desde arriba hacia abajo. Pero, al no tener la plena seguridad de la exactitud del resultado, se hacía la comprobación sumando en sentido inverso, desde abajo hacia arriba. Otro sistema, al objeto de disminuir el margen de error, consistía en fraccionarla en dos o tres sumas más cortas, sumando luego los resultados. Ambos procesos, lentos y laboriosos.

Permítanme referirles la siguiente anécdota: Cuando, en 1886, el primer ferrocarril de Galicia pasó a denominarse ‘The West Galicia Railway Company’, con domicilio social y Consejo de Administración en Londres -aunque la Gerencia permaneció en Vilagarcía-, periódicamente venía, desde Londres, un inspector inglés. Aquel agente, cuya capacidad mental excedía lo razonable, revisaba las sumas de los libros contables y de explotación utilizando un método nada convencional. En lugar de seguir el procedimiento estándar: sumar primero las unidades, luego las decenas, las centenas…, él sumaba directamente las cantidades (sumandos) de dos y tres dígitos, hasta llegar al total. Un mentalista en toda regla. ¡Increíble! Pero cierto.

Para cálculos matemáticos de cierta relevancia -en proyectos científicos y de ingeniería-, disponíamos de una herramienta razonablemente fiable: la Regla de Cálculo. Aquel instrumento, cuyo manejo requería cierta formación y entrenamiento, significó contar con el aliado indispensable para obtener, con relativa inmediatez, resultados satisfactorios.

En los años ‘50 y ‘60, el ambiente de relativa tranquilidad de las oficinas, interrumpido ocasionalmente por el sonido -¡ring, ring, ring!- del teléfono, o el tecleo en las máquinas de escribir, se vio seriamente alterado por los sonidos onomatopéyicos -¡clac, clac, clac,… cras!- producidos al pulsar los botones y al accionar la palanca de las máquinas calculadoras mecánicas manuales: Hispano Olivetti y similares. Posteriormente, los nuevos modelos incorporaron el accionamiento eléctrico, con lo que se atenuaron aquellos ‘machacones’ sonidos de marcado y procesado de las operaciones. En mi opinión, aunque pueda parecer una estupidez, aquellas primeras máquinas calculadoras que procesaban las cuatro operaciones básicas, conjuntamente con la máquina de escribir Hispano Olivetti Lexicon 80 y los archivadores metálicos de carpetas colgantes, significaron el inicio de la modernización de las oficinas.

Recuerdo, con gran admiración, la que yo consideraba el ‘non plus ultra’ de las máquinas calculadoras mecánicas manuales de oficina: la ‘Original Odhner’, fabricada en Suecia. Un prodigio de la ingeniería mecánica de alta precisión. 

La llegada de las calculadoras eléctricas (con transistores) y, posteriormente, las electrónicas (con circuitos impresos), fue el preámbulo de una nueva era: la de las computadoras. 

CASETE (CASSETTE) Y SOPORTES DISCOGRÁFICOS
Es increíble cómo pasa el tiempo. Los de mi generación -hoy, jóvenes maduros-, recordamos los pesados y frágiles discos fonográficos de pizarra (78 rpm) de La Voz de su Amo, Odeón, Columbia, Philips, etc., que escuchábamos en aquellos gramófonos, fonógrafos o gramolas, de nuestros abuelos.

A finales de los años ‘40 del siglo XX, empezaron a editarse los discos de vinilo (microsurcos), que convivieron con los de pizarra hasta mediados de los años ‘50, afianzándose como soporte discográfico que alcanzó una gran popularidad. Aquellos vinilos se editaban, básicamente, en dos formatos: el “Single”, de menor tamaño y capacidad, que giraba a 45 ó 78 rpm, y el “Long play” (más conocido por sus iniciales “LP”) cuya velocidad de giro era de 33 1/3 rpm. Los aparatos reproductores  de discos de vinilo (‘tocadiscos’ o ‘pickups’) se fabricaron en distintas modalidades de sonido (monoaural o estéreo) y en múltiples modelos y tamaños.

El casete (cinta magnética), creado por Philips en 1962 y comercializado en 1963, fue, entre los años ’70 y comienzo de los ’90, uno de los dos formatos más populares de la música pregrabada, conjuntamente con el disco de vinilo. El tiempo de reproducción del casete variaba según la longitud de la cinta magnética. Así, los había de 30, 45, 60, 90, 120 y 180 minutos de duración, entre las dos caras. Su pequeño tamaño, que con el estuche no ocupaba más que un paquete de cigarrillos, permitía llevarlo cómodamente en el bolsillo. Y, a modo de curiosidad, cuando el rebobinado se hacía de forma manual, introducíamos el cuerpo exagonal de un bolígrafo BIC o de un lápiz en el orificio de uno de los dos carretes, y lo hacíamos girar con los dedos pulgar e índice.

Posteriormente, el Compact Disc (CD), soporte digital óptico creado por Philips y Sony en 1979, todavía vigente en el mercado, desplazó al casete y al disco de vinilo. 

De todos modos, en lo que a soporte discográfico se refiere, yo haría la siguiente distinción: Disco de pizarra, el sonido de la ‘precariedad’. Disco de vinilo, el sonido de la ‘realidad’. Disco compacto (CD), el sonido de la ‘tecnología’. ¿Volverá el disco de vinilo a ocupar el lugar que, por derecho, le corresponde? Sólo es cuestión de tiempo.  

CICLOMOTOR, MOTO GUZZI HISPANIA Y SCOOTER
La RAE define al ciclomotor como ‘Bicicleta con motor de pequeña cilindrada, que no puede alcanzar mucha velocidad’.

Recuerdo cómo, siendo muy jóvenes, disfrutábamos de la bicicleta en aquellas calurosas tardes estivales, ‘aventurándonos’ a conocer lugares distantes: Caldas de Reis, Cambados… Incluso, muy distantes: Sanxenxo, A Lanzada, O Grove… También participando en competiciones -gymkhanas- deportivas escolares, en las que algunos, con asombroso y envidiable equilibrio, pedaleando sentados sobre el manillar, de espaldas a la dirección de la marcha, conseguían avanzar y superar diversos obstáculos con gran habilidad. Otros, -álter ego-, en un alarde de inconsciente osadía -¡imprudencia temeraria!-, con la bicicleta sobre uno de los raíles de la vía del tren, pedaleábamos a toda velocidad…, después de muchos intentos fallidos, protagonizando espectaculares y antológicas caídas.

En la segunda mitad del siglo XX, siendo los años ‘50 y ’60 los de mayor auge, la aparición de los ciclomotores revolucionó la circulación sobre dos ruedas. La proliferación de aquellos vehículos -paradigma de la ley del mínimo esfuerzo-, hizo que la bicicleta quedara relegada a un nivel inferior. Así las cosas, los que no podíamos permitirnos tener un ciclomotor -y continuábamos haciendo ejercicio ‘cabalgando’ a lomos de la bicicleta-, descendimos a la categoría de ‘chusqueros’ de los vehículos de dos ruedas.

Los tres ciclomotores que considero más representativos de aquella época: ‘Velosolex Orbea’, ‘Ossa 50’ y ‘Mobylette GAC’, constituyen una parte importante de mis recuerdos y vivencias; ya que, a pesar de no haber tenido ninguno de aquellos vehículos, sí pude disfrutar conduciéndolos. Incluso, debido a la simplicidad de su mecánica, tuve la oportunidad de desmontar y reparar los motores de dos de aquellos ciclomotores. Pero esa es otra historia…

Aunque los ciclomotores habían conseguido una relevante cuota en el mercado de los vehículos ligeros de dos ruedas, aquel mismo mercado demandaba una motocicleta de pequeña cilindrada. Así irrumpió en el panorama del motor la Moto Guzzi Hispania. Su color rojo, el característico y fácilmente identificable sonido, y la palanca del cambio de velocidades a la derecha del depósito de gasolina, hicieron de la ‘Guzzi’ una motocicleta singular… Y muy popular.

Pero llegó un nuevo concepto de moto: el ‘scooter’. En febrero de 1953 se fabrica en España la primera VESPA de 125 cc.  Una de las características de esta motocicleta, tal vez la principal, es la situación del motor: a la derecha de la rueda trasera -a la que va acoplado el sistema de transmisión-, con el cilindro en posición horizontal.

En 1954, en la fábrica de Eibar, se fabrican los primeros modelos LAMBRETTA 125/150 cc ‘D’; a los que, al poco tiempo, seguirían los modelos de 125/150 cc ‘LD’. A diferencia de la VESPA, el motor de la LAMBRETTA va situado en el centro (eje de simetría longitudinal), logrando así una mayor estabilidad. En aquella época existían dos eslóganes en los anuncios publicitarios de esta marca: ‘¡Lambretta, la scooter perfecta!’ y ‘¡Moto Lambretta, suspensión perfecta!’.

Así como nunca tuve ciclomotor, tampoco fui propietario de una moto. Sin embargo, ello no fue obstáculo para que tuviera la oportunidad de conducir algunas de ellas en aquellos años ’50 y ‘60: ‘Guzzi 65’, ‘Ossa 125’, ‘Lambretta 125’, ‘Vespa 125’, ‘Montesa Brío 81’ y ‘Ducati 125’. Recuerdo que, para obtener el correspondiente Permiso de Conducción de motos, me presenté al examen con una ‘Lambretta 125’ ¡Cuánto llovió desde entonces…! 

CINE
El cine, como otras muchas industrias a lo largo de los años, ha ido evolucionando progresivamente hasta nuestros días. Hoy, por ejemplo, podemos disfrutar del cine en 3D; algo impensable en el ocaso de la primera mitad del siglo XX, en que los de mi generación empezamos a ver nuestras primeras películas.

Recuerdo, en blanco y negro, la saga del Dr. Fu-Manchú: ‘Los tambores de Fu-Manchú’, ‘La venganza de Fu-Manchú’, ‘Fu-Manchú ataca’…, que se proyectaba, en jornadas, en el Cine Arosa. Jóvenes y mayores, esperábamos con impaciencia la llegada del día de proyección. El éxito de público estaba asegurado. ¡Lleno hasta la bandera! He de reconocer, sin embargo, que la calidad, tanto a nivel de filmación como interpretativo, vista desde la distancia temporal, dejaba mucho que desear. Pero era la lógica consecuencia de la precariedad de medios de la época. 

También -¡cómo no recordar!-, las películas de los Hermanos Marx y sus absurdas genialidades: ‘Sopa de ganso’, ‘Una noche en la ópera’, ‘Una tarde en el circo’, ‘Los Hermanos Marx en el oeste’, ‘Una noche en Casablanca’… ¡Únicos e irrepetibles!

Hemos sido testigos de la llegada del ‘Technicolor’, de la ‘Pantalla panorámica’, del ‘Cinemascope’. También, en nuestro otrora pueblo y hoy ciudad, vivimos los estrenos de películas emblemáticas: ‘Robín de los Bosques’, ‘Blancanieves  y los 7 enanitos’, ‘101 dálmatas’, ‘La Dama y el Vagabundo’, ‘Lo que el viento se llevó’, ‘El Mago de Oz’, ‘Las cuatro plumas’, ‘El ladrón de Bagdad’, ‘Quo Vadis’, ‘La Túnica Sagrada’, ‘Moisés’, ‘Los Diez Mandamientos’, ‘Cómo casarse con un millonario’, ‘El crepúsculo de los dioses’, ‘Espartaco’, ‘Ben-Hur’, ‘Cleopatra’, ‘Rey de reyes’, ’55 días en Pekín’, ‘Doctor Zhivago’, ‘La vuelta la mundo en 80 días’, ‘El puente sobre el río Kwai’, ‘Lawrence de Arabia’, ‘El día más largo’, ‘Éxodo’… Y un sinfín de títulos muy significativos en la historia de la cinematografía.

viernes, 22 de noviembre de 2013

El largo camino hacia un futuro soñado... (I)



Por Robert Newport

Echando la vista atrás -¡muy atrás!-, los que pertenecemos a la generación de la primera mitad del siglo XX -y no al período jurásico, como algunos pudieran pensar-, que también fuimos jóvenes una vez, recordamos cómo en los años 40, 50, 60 y 70, los avances tecnológicos fueron cambiando nuestra forma de vida, rindiéndonos a unas necesidades de las que ya no hemos podido sustraernos.

Fuimos testigos de excepción de acontecimientos tan extraordinarios como, por ejemplo, haber superado la barrera del sonido -que propició la construcción de los aviones supersónicos de pasajeros: Tupolev Tu-144, ruso; y Concorde, franco-británico-, la construcción y lanzamiento de cohetes espaciales o la llegada del hombre a la Luna. La llegada de la televisión, en blanco y negro, a nuestro país. También hemos visto cómo se sucedían los ingenios que, uno tras otro, hemos ido incorporando a nuestra vida cotidiana.

Muchos de aquellos ingenios tecnológicos forman parte de mis recuerdos y vivencias. Les invito a recorrer conmigo, en configuración alfabética, aquel largo camino hacia un futuro soñado... que se hizo realidad.  

AFEITADORA ELÉCTRICA
Después de varias décadas utilizando la maquinilla de hojas desechables, Palmera, Guillette, Better (más tarde, también, Filomatic) -además de la emblemática e insuperable navaja barbera, cuya eficacia es incuestionable-, aquellas primeras afeitadoras eléctricas, Remington, Braun y Philips, revolucionaron el afeitado. Al principio, como es lógico, nos mostramos algo reticentes. Y no sólo con la eficacia del rasurado, sino también porque su precio superaba nuestros precarios recursos. La modalidad de venta a plazos, qué duda cabe, facilitó la adquisición de aquella ‘maquinilla’ eléctrica que, tímidamente, fuimos incorporando a nuestro aseo diario. Recuerdo la ilusión con la que, con 17 años, pude comprar mi primera ‘Philishave’, bicolor. 

ASPIRADORA ELÉCTRICA
Antes de la llegada de la aspiradora, la limpieza doméstica (limpiar el polvo), eterna pesadilla del ama/amo de casa, se llevaba a cabo mediante la escoba de largas fibras vegetales, el plumero o la bayeta. Al barrer el suelo, el polvo se elevaba y quedaba en suspensión en el aire; luego, descendiendo lentamente, se iba depositando sobre los cuadros y muebles. A continuación, se ponía en marcha la ‘operación plumero’, que lo único que hacía era cambiar el polvo de sitio: de los cuadros a los muebles, y de estos, nuevamente, al suelo. Y así, en un ‘bucle’ sin fin. Recuerdo a mi abuela, quejándose: ‘Aún no hace ni media hora que acabé de limpiar, y vuelven a estar los muebles con motas de polvo’. Si, en lugar de limpiar los cuadros y muebles con el plumero, utilizara la bayeta, el polvo quedaría retenido en ella, evitando así que volviera a depositarse en otros muebles y en el suelo.

Con la llegada de la aspiradora, qué duda cabe, la efectividad en la eliminación del polvo ha sido muy notoria, especialmente en las alfombras. Y, en principio, la frecuencia de utilización de una vez a la semana, es más que suficiente. De todos modos, si reflexionamos seriamente sobre este asunto, llegamos a la conclusión de que, ahora, además de utilizar la bayeta y la escoba, hemos añadido una nueva operación: pasar la aspiradora. Aunque, todo hay que decirlo, con este electrodoméstico hemos conseguido poder disfrutar de un ambiente más limpio y saludable. Y en los edificios que disponen de aspiración centralizada, la eliminación de polvo en suspensión es muy notable.

Quiero añadir, a modo de curiosidad, que el pelo de la gran mayoría de las  escobas actuales, además de ser más corto que las de antaño, es de fibra sintética; por ello, a medida que vamos barriendo, el frotamiento que se produce contra el suelo origina en la fibra una carga electrostática que facilita la adherencia de las partículas de polvo.

Quiero terminar esta ‘disertación’ o ‘tesis doctoral’ sobre limpieza doméstica, haciendo una ‘mención especial’ de los insustituibles utensilios de fregado y abrillantado de suelos, respectivamente, sus ‘excelencias’ la Fregona y la Mopa, actualmente imprescindibles en la limpieza del hogar.    

AUTOMÓVILES
En la década de los 50, la irrupción de los populares y emblemáticos utilitarios, Renault 4/4 y Seat 600, en el mercado automovilístico, significó la posibilidad de que la denominada ‘clase media’ pudiera ver cumplido el sueño de tener un coche. Las carreteras de nuestro país se llenaron de utilitarios de distintas marcas y modelos; aunque, sin duda, el Seat 600 fue el utilitario por excelencia. Las Autoescuelas lo habían incorporado a su flota de coches de prácticas, y muchos de nosotros hemos obtenido el Permiso de Conducción examinándonos al volante de aquel popular y emblemático utilitario. También, como muchos recordarán, el grupo musical ‘Desde Santurce a Bilbao Blues Band’, liderado por Moncho Alpuente, le dedicó la canción ‘El Hombre del Seiscientos’, que decía: “Adelante hombre del seiscientos, la carretera nacional es tuya…”. 

Del mismo modo, en la década de los 60, el Simca 1000, cuyo eslogan publicitario decía: “Cinco plazas con nervio”, también fue el protagonista de una de las canciones del grupo musical ‘Los Inhumanos’: “Qué difícil es hacer el amor en un Simca mil, en un Simca mil…”. 

A caballo entre los años 60 y 70, el ‘Mini Morris’, en sus versiones 850, 1000 y 1100 cc de cilindrada, del mismo modo que el Austin Mini Cooper, de 1275 cc, fue uno de los coches con mayor aceptación entre los jóvenes de aquella época.

Otro vehículo que tuvo una gran relevancia en la década de los sesenta fue el Seat 1500 (año 1963), cuyo diseño, con aletas tipo cohete, denotaba la influencia de los coches norteamericanos. Cabe destacar que, durante varios años, fue el coche más representativo de los taxistas en toda España. 

No quiero olvidarme del singular Citroën 2 CV, que, con aquella suspensión de muelles helicoidales encapsulados, dispuestos longitudinalmente en posición horizontal, se caracterizaba por su peculiar movimiento de cabeceo. Recuerdo como, en los cambios bruscos de dirección o en curvas cerradas a alta velocidad, la carrocería alcanzaba ángulos de ‘escora’ tan espectaculares que, lejos de inquietar al conductor, impresionaba sobremanera a los que presenciaban aquellas maniobras desde el exterior.

Finalmente, creo que merece una mención especial el Dodge Dart; que, con una longitud de algo más de 5 metros y un ancho cercano a los 2 metros, era la fiel representación del coche americano por excelencia.

Capitulo aparte merecen los denominados ‘microcoches’, entre los que destacaban el Biscúter y el Isetta.

El Biscúter, cuya primera generación (modelo 100) se caracterizaba por tener la carrocería monocasco integral de aluminio, incorporaba un motor Hispano Villiers de dos tiempos, monocilíndrico, y 9 CV de potencia. En los primeros modelos, el encendido era de accionamiento manual. Este coche, por su característico diseño, se conocía popularmente como ‘zapatilla’. Un chascarrillo de la época, decía: “es más fea/feo que un Biscúter”. Alrededor de este vehículo singular, los chistes y las anécdotas estaban a la orden del día. Y yo, fui testigo presencial de una de aquellas anécdotas. Sucedió así:

“Aquel coche ‘trajeado’ de aluminio, desembocó ‘impetuoso’, con cierta chulería, en la otrora denominada Plaza de Calvo Sotelo (hoy, Plaza de Galicia). Inesperadamente, en un doble acceso de ‘hipo’ -característico de las películas de animación-, se paró bruscamente. El conductor, muy contrariado y mirando el reloj, se bajó del coche profiriendo improperios contra los ‘progenitores’ del vehículo. Levantó con brusquedad el cimbreante capó, colocó la varilla-soporte, descuidadamente, y se dispuso a echar un vistazo al pequeño motor -gesto muy habitual en los conductores, aunque muchos de ellos no tienen la menor idea de dónde ni qué mirar-; y, cuando procedía a la inspección ocular (¿?) -¡plaf!-, le cayó encima el capó. Aquello desbordó su paciencia y, visiblemente ‘cabreado’ y fuera de sí, la emprendió a patadas contra la carrocería y la rueda delantera izquierda…

Aquel espectáculo gratuito había congregado a un nutrido grupo de viandantes. Uno de los ‘espectadores’, que parecía saber de qué iba el asunto, se acercó al vehículo y, conjuntamente con el malhumorado conductor, pudo comprobar que el depósito se había quedado sin combustible”.

El Isetta Iso Rivolta, que por su configuración oval era conocido popularmente como ‘el huevo’, tenía una sola puerta frontal de acceso al habitáculo, dos ruedas delanteras y una rueda gemela trasera. Motor bicilíndrico refrigerado por aire forzado por turbina, una potencia de 10 CV, y podía alcanzar una velocidad punta de 80 Km/h, con un consumo que llegaba, escasamente, a los 4 litros por cada 100 Km.

A lo largo de los últimos años, en una carrera sin fin, los automóviles han ido incorporando notables avances tecnológicos. Los fabricantes concentraron sus esfuerzos en diseñar vehículos más seguros y que permitan una mayor penetración en el aire. Disponer del ‘Túnel de Viento’, en el que los vehículos son sometidos a pruebas con vientos que pueden alcanzar los 260 Km/h, fue determinante para la optimización de los diseños. Esa es la razón por la que, progresivamente, en los diseños de las carrocerías se fueron suprimiendo las terminaciones angulosas, adoptando formas redondeadas (como la denominada ‘gota de agua’) que mejoran, ampliamente, el coeficiente Cx de resistencia aerodinámica. 

BATIDORA ELÉCTRICA
El ‘batidor’ manual de toda la vida, utensilio de cocina para mezclar alimentos, batir huevos, hacer punto de nieve…, consiste en un bastidor formado por varias varillas de metal curvadas y unidas a un mango. También, sustituyendo o complementando al anterior, se creó el ‘batidor manual giratorio’ que, mediante una manivela que accionaba los engranajes alojados en una carcasa, hacía que las varillas giraran en ambos sentidos. Y, por supuesto, el insustituible tenedor, que continúa siendo el utensilio ‘batidor’ recurrente, siempre dispuesto y al alcance de la mano.

Y llegó la ‘Batidora eléctrica’ -de la que existen múltiples versiones- que, con diversos accesorios, revolucionó las operaciones de batido y mezcla; permitiendo, además, triturar los alimentos.

BOLÍGRAFO
Recuerdo que en el colegio (primera enseñanza) nos iniciábamos en la escritura utilizando como instrumento el pizarrín, sobre soporte de pizarra. Luego, ya sobre papel, el universal lápiz; y, finalmente, la plumilla ‘Corona’ encastrada en un palillero. Con aquella plumilla, que ‘mojábamos’ en el tintero empotrado en el pupitre, hacíamos los ejercicios en los cuadernos de caligrafía: palotes, letras y números, palabras y frases sencillas… Y, cómo no, algún que otro borrón. Más tarde, en los años 50, cursando el bachillerato en el otrora Instituto Laboral, utilizábamos la pluma estilográfica. Pero llegó el bolígrafo. ¡Qué invento! Aquel utensilio de bola giratoria y tinta de alta densidad, revolucionó la escritura.

Mi primer bolígrafo, recuerdo que me lo regaló, en 1955, un oficial de la Marina Mercante, amigo de mi abuelo, a su regreso de un viaje a los Estados Unidos. Como es natural, tener aquel instrumento de escritura, del que aquí apenas se tenía conocimiento, hacía que me sintiera importante. Su diseño era aerodinámico, esbelto, con el pulsador semioculto en un rebaje de la parte superior; y tenía grabado: ballpen, Reynolds, Made in USA ¡Cómo fardaba! Entusiasmado, lo llevé al Instituto; y causó tanta admiración que, a los pocos días, al volver del recreo, había desaparecido. Pregunté a mis compañeros más cercanos -¡qué ingenua estupidez!-; movilicé al Jefe de Estudios, al bedel, al conserje, a la señora de la limpieza… Todo fue inútil: nunca apareció.

En la actualidad, prestigiosas marcas como Parker, Waterman, Montblanc,  Inoxcrom, etc., además de magníficas plumas estilográficas, fabrican bolígrafos de auténtico lujo. No obstante, hemos de reconocer que la marca BIC contribuyó, en gran medida, a la democratización del bolígrafo. El modelo ‘cristal’, tal vez sea el más utilizado en todo el mundo. Todos recordamos aquel eslogan: ‘BIC naranja, BIC cristal, dos escrituras a elegir. BIC naranja escribe fino, BIC cristal escribe normal. BIC, BIC, BIC, BIC, BIC’.
’.

domingo, 3 de noviembre de 2013

Los Almacenes de Coloniales en Vilagarcía de Arousa






















Por Robert Newport
30 octubre 2013

Mi irrupción transitoria en el mundo de los Almacenes de Coloniales, actividad que simultaneaba con mi formación técnica en Diseño Industrial, duró poco más de 3 años. Durante ese tiempo, tuve la oportunidad de familiarizarme con una actividad que, en la segunda mitad del siglo XX, del mismo modo que las tiendas de ultramarinos, tenía una gran relevancia en el sector de la alimentación en nuestro pueblo, al mismo tiempo que abastecía las comarcas de O Salnés y O Barbanza.

Hasta donde alcanza mi memoria, recuerdo en Vilagarcía los siguientes:

·         Almacenes Vidales.
·         Coloniales Laureano Santos.
·         Almacenes Llovo.
·         Coloniales Sucs. de Waldo Riva.
·         Coloniales José Bouzada López.
·         Coloniales Alfonso Rolán Sampedro.
·         Almacenes La Palomita.
·         Coloniales Calixto Abalo de la Torre.
·         Coloniales Vista Alegre.

De todos ellos, Almacenes Vidales quedó muy difuso en mi memoria -yo era entonces muy niño-, pero sí recuerdo que estaba en la calle Ramiro Cores (hoy, Avda. da Mariña), justo enfrente de la Plaza de la Pescadería. Años más tarde, en aquellas instalaciones se estableció Calixto Abalo de la Torre.

En aquellos emblemáticos y bien surtidos almacenes se comercializaban, entre otros muchos, los siguientes productos:

  • Cereales: harina, envasada en sacos de arpillera de 100 Kg.; arroz, en sacos de yute de 50 Kg.
  • Azúcar: envasada en sacos de lienzo de 60 Kg.
  • Tubérculos: patatas, de siembra o de consumo, en sacos de arpillera de 50 Kg.
  • Vinos y bebidas espiritosas a granel: vino blanco J.B. Berger, de Vilafranca del Penedés (Barcelona), en barriles (medias pipas) de 250 litros; vino de Castilla, que llegaba por ferrocarril, en fudres (cubas de gran capacidad: 14.000 ó 16.000 litros), que luego se trasvasaba a barriles (medias pipas) de 250 litros; moscatel y mistela, en barriles de 4@ (60 litros); aguardiente, blanca o de hierbas, en garrafas de 1@ (16 litros).
  • Vinos embotellados: blanco, tinto, rosado, espumoso (cava, champán,…), en cajas de 12 botellas.
  • Licores y bebidas espiritosas embotelladas: coñac o brandy, anís, ponche, jerez o Sherry, whisky, ron, ginebra, vodka, triple seco, vermut blanco, vermut rojo,…
  • Sidra: embotellada, en cajas de 12 botellas. A granel, en barriles de 6@ (100 litros).
  • Aceite de oliva: latas de 1, 2, 5 y 10 litros; botellas de 1 litro; bidones de 50 litros (antiguamente habían existido de 100, 400 y 600 litros, con aceite de oliva y de soja).
  • Vinagre: embotellado y a granel.
  • Pastas alimenticias: fideos, macarrones,… (cajas de cartón de 10 Kg.)
  • Especias: azafrán, pimienta, pimentón,… (sobres en cajas de corcho y latas de distintos tamaños)
  • Jabón: pastillas (cajas de madera de 40 Kg.)
  • Escobas y estropajos vegetales, y demás útiles y productos de limpieza del hogar.
  • Pulpa de remolacha para alimentación animal (ganado vacuno y equino)
  • Bacalao: hojas en sacos de arpillera.
  • Galletas: María tostada, coco, surtidas, saladas para aperitivo,…
  • Frutos secos: cacahuetes, nueces, almendras, castañas, castañas mayas, higos pajareros, higos de Málaga, pasas, dátiles,…
  • Conservas: vegetales y de pescado, en toda una gama de envases y tamaños.
  • Aceitunas: con hueso, deshuesadas y rellenas de anchoa.
  • Chocolate, cacao, café y sucedáneos.
  • Productos navideños: turrones, mazapanes, polvorones, peladillas, piñones,…
  • Caramelos: limón, naranja, toffee, rellenos de frutas o licor, surtidos, Chupa Chups,…
  • Petróleo: bidones de 50 litros (concesión de Campsa a Coloniales Calixto Abalo de la Torre) Se utilizaba para los ‘quinqués’, hornillos y estufas, en zonas deficitarias de fluido eléctrico.
  • Fósforos: con varilla de papel encerado o de madera, en cajas de distintos tamaños (concesión de Fosforera Española a Coloniales Sucs. de Waldo Riva).

Todos los Almacenes de Coloniales, sin excepción, tenían, al menos, un vendedor (viajante, se llamaba entonces) que, con alternancia semanal, recorría las comarcas de O Salnés y O Barbanza, visitando a sus clientes.

En la ruta de O Salnés, excluyendo Vilagarcía y su área de influencia -que tenían un protocolo específico condicionado por la cercanía-, los vendedores, en función de la correspondiente cartera de clientes, solían establecer el siguiente itinerario: Corón, As Sinas, Vilanova de Arousa, A Illa de Arousa, Caleiro, Corvillón, Cambados, Castrelo, Nantes, Meaño, Dena, Vilalonga, Rouxique, Noalla, O Grove, Portonovo y Sanxenxo.

En la ruta de O Barbanza, el itinerario establecido era el siguiente: Bamio, Abalo, Catoira, Valga, Pontecesures, Padrón, Asados, Rianxo, Taragoña, Boiro (Abanqueiro y Cabo de Cruz), Escarabote, A Pobra do Caramiñal, Palmeira y Santa Uxía de Ribeira.

Como norma general, salvo en condiciones meteorológicas muy adversas, los lunes se visitaba A Illa de Arousa -en la que existían algo más de 60 tiendas-, con el fin de que al día siguiente, martes, que había mercado en Vilagarcía y venían las lanchas motoras, se pudieran cumplimentar los pedidos enviando la mercancía.

En aquella época, todavía no existía el puente que hoy une A Illa de Arousa con el continente. Por ello, era necesario desplazarse hasta Vilanova de Arousa -en vehículo de la empresa (coche o moto) o en autobús-, y, desde allí, trasladarse en lancha motora. Otras veces, en función de los horarios y del estado de la mar -principalmente durante los meses de invierno-, se podía ir directamente desde Vilagarcía en la lancha motora que, procedente de A Illa, en viaje de ida y vuelta, partía del muelle de pasajeros. Una vez allí, la estancia se prolongaba hasta las siete de la tarde. A esa hora, siempre que las condiciones meteorológicas lo permitieran, se emprendía el viaje de regreso. Como es lógico, había que comer allí; y los vendedores (viajantes) -de coloniales, droguería, ferretería, efectos navales, materiales de construcción y saneamiento, etc.-  se repartían, preferentemente, entre el ‘Bar Club’, situado en el puerto (frente al muelle de O Xufre), y la ‘Casa de comidas Alfonso Otero’, en el centro urbano.

En torno a los Almacenes de Coloniales existía un amplio servicio de transporte para la distribución (logística) de la mercancía, en función de la distancia, peso y volumen. Así, para el reparto urbano y lugares aledaños, solían utilizarse carretillas y carretas de mano, carros y carrozas de tracción animal, motocarros y camionetas. Para las rutas de O Salnés y O Barbanza, debido al largo recorrido, y al peso y volumen de la mercancía, se fletaban camiones con capacidad suficiente para transportar entre 8 y 10 toneladas de mercancía.

Los almacenes de Laureano Santos y Sucs. de Waldo Riva, tenían carroza propia tirada por dos mulas. Aquella consistía, básicamente, en una gran plataforma estructural pavimentada de madera, sobre la que se depositaba la carga; un pescante para el conductor y acompañante, y dos ejes -el delantero direccional, con un amplio radio de giro- con ruedas radiales de madera y banda de rodadura de llanta de acero. Debajo de la plataforma, longitudinalmente, se alojaban los ‘polines’ que facilitaban la carga y descarga de barriles y bidones. Estas carrozas formaban parte del paisaje urbano cotidiano en las adoquinadas calles de Vilagarcía, y también se las podía ver por Carril, Vilaxoán, Os Duráns,…

En aquellos almacenes, y también en las tiendas de ultramarinos, se apreciaban aromas diferenciados que se dispersaban agradablemente, invadiéndolo todo, por las distintas zonas de almacenaje, delatando la existencia de productos naturales, a granel o envasados, fácilmente identificables. Todo aquello se perdió en las nieblas del tiempo, dando paso a los asépticos e impersonales supermercados e hipermercados.

Es cierto, sin embargo, y así hemos de considerarlo, que el esfuerzo físico que requería la manipulación de algunas de aquellas mercancías -los sacos de harina alcanzaban los 100 Kg. de peso-, soportadas por un solo hombre sobre sus hombros o espalda, era totalmente inhumano. Todas las operaciones de carga y descarga se realizaban a mano y en unas condiciones de trabajo lamentables. En ese aspecto, qué duda cabe, se ha humanizado el trabajo ostensiblemente. Al mismo tiempo, los embalajes, para la preservación y asepsia de los alimentos, se han optimizado considerablemente. Hemos de concluir, por tanto, que en algunas cuestiones no todo tiempo pasado fue mejor.

CURIOSIDAD

En A Illa de Arousa, que en aquel entonces pertenecía al concello de Vilanova de Arousa, sus habitantes habían creado la denominada ‘Comisión de Iniciativas’, en la que se presentaban propuestas relacionadas con la comunidad, decidiendo posteriormente, en sesiones asamblearias, si se elevaban a las más altas instancias. Allí se empezó a gestar la necesidad de construir un viaducto que acabara con el aislamiento de sus cerca de 5.000 habitantes.

ESLÓGANES PUBLICITARIOS DE LA ÉPOCA

  • Achicoria ‘La Noria’, sabor y aroma que no engaña. ¡Es la mejor achicoria de España!
  • Chocolates ‘La Perfección’. ¡Qué buenos son!
  • Es el Cola-Cao desayuno y merienda. Es el Cola-Cao desayuno y merienda ideal. ¡Cola-Cao! ¡Cola-Cao!
  • ¡Unte el pan con Tulipán!
  • Coñac Soberano, es cosa de hombres.
  • Coñac Veterano, de Osborne. ¡El toro!
  • Coñac Decano, Caballero ¡Qué coñac!
  • Coñac Fundador. Está como nunca. Está como nunca. Está como nunca. ¡Fundador!
  • Leche, cacao, avellanas y azúcar. ¡Nocilla! ¡Nocilla, qué merendilla!
  • El Lobo, que gran turrón, que gran turrón…

ANÉCDOTA

Los viajantes de coloniales, unidos a los de otros ramos comerciales, constituían un colectivo muy bien avenido. Existía entre ellos un gran respeto cuando se trataba de visitar a clientes comunes, y una sana complicidad que, en algunas ocasiones, les llevaba a protagonizar episodios como el que relato a continuación:

“A la hora de la comida, coincidieron varios viajantes en un restaurante de una conocida localidad costera. En la sobremesa -momento de distendida y animada charla-, uno de ellos comentó que necesitaba la colaboración de los que le acompañaban, para intentar vender un stock de 30 cajas de 12 botellas de una conocida marca de coñac, cuya aceptación había disminuido en favor de otra que, desde hacía algún tiempo, y apoyada por una contundente campaña publicitaria, se había adueñado del mercado. 

Aquel viajante, que a lo largo de su dilatada trayectoria profesional había desarrollado una singular técnica de ventas, hizo una detallada exposición del plan estratégico a seguir. Se trataba de que los otros viajantes, actores secundarios ocasionales, entraran a tomar café en los bares y cafeterías que él les indicaba -todos clientes suyos-, y pidieran una copa de coñac de la marca en cuestión. Así lo hicieron. Y, efectivamente, como suponían, aquellos establecimientos ya no trabajaban dicha marca; de todos modos, el camarero o el mismo propietario, les ofrecían la que, mayoritariamente, solían pedir sus clientes habituales. Pero ellos, siguiendo el plan establecido, declinaban el ofrecimiento y únicamente se tomaban el café. Y así procedieron hasta que todos ellos, en una rotación perfectamente coordinada, completaron el recorrido.

Una vez concluida la primera parte del plan, entró en escena el ‘actor’ principal. Se presentó en cada bar y cafetería en los que, previamente, habían ‘actuado’ sus compañeros; y, con la naturalidad y aplomo del que se ha curtido en cien batallas, pidió un café y una copa de coñac ‘X’. Sorprendidos, el camarero o el propietario, y con la confianza adquirida tras muchos años de relación comercial, le comentaron que aquella tarde varios clientes les habían pedido aquella marca de coñac que ya no trabajaban porque ya nadie lo pedía. El protagonista de esta historia, con convincente elocuencia, les hizo saber que aquel coñac volvía a estar muy solicitado porque su agradable y suave buqué era aceptado nuevamente, a la vez que su precio estaba equiparado al de los otros de igual categoría… Aquella tarde memorable, consiguió vender 12 cajas. Y en los dos días siguientes, aplicando la misma estrategia en dos localidades cercanas a la anterior, vendió 16 cajas más. Las dos que quedaron en el almacén, finalmente pasaron a formar parte de las cestas de Navidad de los empleados y amigos.

¡Quién lo iba a decir! Aquel plan estratégico, cuyo resultado fue todo un éxito de ventas, propició que aquella marca de bebida espiritosa recuperara, discretamente, la aceptación que durante largo tiempo había perdido… Y a partir de aquel momento -¡paradojas de la vida!-, fue necesario disponer en los almacenes de un stock permanente de aquel coñac”.

Esta ha sido la visión personal de mi efímero, aunque muy gratificante, recorrido por el sector de la alimentación a través de los, antaño emblemáticos, Almacenes de Coloniales en nuestro pueblo.


jueves, 10 de octubre de 2013

Realidad perdida





















Por Robert Newport
05 octubre 2005

La Alameda, nuestra alameda, lugar de juegos infantiles bajo la atenta mirada de madres y abuelas, me trae a la memoria inolvidables recuerdos de caídas, de rodillas con rasguños y arenas incrustadas, diciendo entre ‘hipos’ que te habías hecho daño. En realidad, decías que te habías hecho ‘pupa’. Luego, ellas, humedeciendo con saliva un pañuelo, te limpiaban  la herida y  te sentaban en el banco, a su lado. Y allí estabas tú, balanceando las piernas -pues la altura del banco no te permitía llegar con los pies al suelo-, hasta que, aburrido e inquieto, volvías a corretear de nuevo por la pista, sorteando a las personas que, paseando tranquilamente, se cruzaban en tu camino. Y volvías a caer y a lastimarte.

En nuestra infancia, veíamos la Alameda como un espacio enorme. Los bancos de piedra, con respaldo de hierro fundido, nos parecían muy altos; los árboles, sobre todo en primavera, cuando las hojas cubrían la desnudez invernal de las ramas, se nos antojaban gigantescos; y las farolas, alzadas desafiantes hacia el cielo, las veíamos excesivamente altas. Todo es cuestión de edad y de estatura. Por eso cuando creces, te das cuenta de que, aunque todo sigue teniendo las mismas dimensiones, ya nada te parece tan grande como antes. Comprendes, al fin, que las cosas tienen su justa medida. Y es entonces, cuando se desvanece tu admiración por todo aquello que antes, bajo tu mirada infantil, considerabas colosal e inalcanzable.

Con 6 ó 7 años, competir corriendo a lo largo de la Alameda era nuestro juego preferido. Partíamos del extremo sur (calle Valentín Viqueira), y terminábamos en la fachada del comercio de efectos navales ‘Casa Calicó’, en el extremo norte, que hacía de meta. La salida, como era preceptivo, se iniciaba al terminar de contar ¡uno, dos, tres! Y corríamos a toda velocidad, sorteando a los paseantes -que nos increpaban cuando pasábamos muy cerca o tropezábamos con ellos-, y esquivando, como podíamos, las farolas que interferían la trayectoria de aquella desaforada carrera. El primero que lograba tocar con las manos la fachada de ‘Casa Calicó’, era el vencedor absoluto.

En aquella frenética carrera, al intentar esquivar a algún paseante, algunas veces te golpeabas contra una de las farolas, y salías rebotado. Y allí estabas tú, tendido en el suelo, herido en la frente y en tu amor propio. Te levantabas, conmocionado, y reanudabas la carrera sabiendo que aquel percance te haría llegar el último.

Regresabas a tu casa, acalorado, encendido… Y con un tremendo chichón en medio de la frente. Reprimenda de tus padres o abuelos, acompañada de media docena de azotes en las posaderas. Compresas de agua fría sobre la frente y, tal vez, algún ungüento ‘mágico’ antiinflamatorio. Al día siguiente, antes de salir de casa, te repetían, una y otra vez: ¡A ver lo qué haces hoy…! ¡Ten mucho cuidado…! ¡No corras como un loco…! Y tú, un día más, volvías a la Alameda.

Al otro lado de la calle, entonces adoquinada, un prolongado banco con respaldo, integrado en el malecón, invitaba a sentarse después de un largo paseo familiar por el emblemático muelle de hierro. En aquel elemento de descanso, al que por su altura necesitabas trepar con espíritu de escalador, también balanceabas las piernas hasta el agotamiento, golpeando el malecón con los tacones y taloneras de los zapatos. Pasados unos minutos, cansado de tanto columpiar las piernas, girabas el cuerpo y te ponías de rodillas; y así, con los brazos apoyados en la parte superior del respaldo, contemplabas los barcos que, acompasadamente, eran mecidos por el mar.

Aquel mar, nuestro mar, cambiante como el carácter: tranquilo o enfurecido, amable o amenazador, pero siempre bello: azul, verde o gris marengo, lo teníamos tan cerca, que la ‘orilla mar’ nos acariciaba manifestándose en todo su esplendor. Y cuando la oscuridad de la noche impedía su contemplación, percibíamos su aroma y su acompasado vaivén. ¡Sabíamos que estaba allí! Formaba parte de nuestras vidas. Pero el progreso mal entendido, lo alejó de nosotros para siempre.

Este relato puede parecer la visión poética de una realidad perdida. Y tal vez lo sea. Sin embargo, la auténtica poesía queda reflejada en esta Cita Literaria del poeta y escritor libanés, Khalil Gibran: “Debe haber algo extrañamente sagrado en la sal: está en nuestras lágrimas y en el mar”.

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Transcurrieron 60 años desde entonces, y la fisonomía urbana de aquella villa acariciada por el mar es hoy la de una ciudad moderna y dinámica, pero lastrada con la pesada carga de haber sucumbido a la especulación inmobiliaria que destruyó gran parte de su patrimonio y de su identidad. Luces y sombras de una ciudad que antes fue pueblo.


sábado, 21 de septiembre de 2013

Las sombras del pasado













Por Robert Newport

Cuando el rubicundo Apolo empezaba a ocultar su rubia cabellera tras los Montes de Barbanza, y el atardecer iba ensombreciendo la Ría de Arousa, el buque que momentos antes había zarpado del puerto de Carril rumbo a América, apenas se distinguía en la lejanía… Pero las sombras crepusculares, que lentamente se iban apoderando del paisaje, no impedían reconocer con nitidez el conjunto armónico de las familiares siluetas carrileñas: el viejo faro, estoico vigilante en medio de la bocana; las islas Malveiras, escoltas intemporales; y la majestuosa isla de Cortegada, bastión y buque insignia del pueblo de Carril, que recibe el fértil abrazo del río Ulla en su incesante huida hacia el mar.

El puerto de Carril, que en otro tiempo vivió su época de esplendor como ‘puerto natural de Santiago de Compostela’ y fue punto de partida de la emigración gallega al continente americano, guarda en su ‘memoria’ vivencias inolvidables e irrepetibles. Paisanos llegados de todos los lugares de Galicia, humildes campesinos asfixiados por los impuestos y por las deudas que, incrementadas con intereses abusivos, habían contraído con los caciques terratenientes, se veían obligados a emigrar a la que consideraban ‘tierra de promisión’. Aquellos amos sin escrúpulos, que ejercían su poder económico sobre políticos corruptos y funcionarios fácilmente sobornables, con la anuencia de la Iglesia -que siempre estuvo de parte de los poderosos-, eran los responsables directos de que los rendidos labriegos perdieran las tierras heredadas de sus antepasados, deudas incluidas. Así las cosas, y con la esperanza de conseguir la ‘plata’ suficiente para poder saldar sus deudas y liberarse de la tiranía del señor de la ‘Casa Grande’, emprendían aquel viaje incierto. No todos lograron hacer fortuna, ciertamente; pero, al menos, allá se sintieron libres del yugo que aquí los atenazaba.

Alfonso Rodríguez Castelao (1886 - 1950), comprometido defensor del mundo rural gallego, escribía en tres de sus láminas del álbum ‘Nós’: “En Galiza non se pide nada. Emígrase”. “¿E para qué qués largar da Terra? ¿Non temos pan no forno?”. “Chora porque o cacique deixouno a pedir. Se fose un irmán labrego teríalle fendido o corazón”.

Enrique Labarta Pose (1863 - 1925), en uno de sus más famosos cuentos: ‘O TÍO MISERIA’, describe, magistralmente y en tono humorístico, la cruda realidad de la vida rural gallega del siglo XIX, que él tan bien conocía de primera mano. En el citado cuento, refiriéndose a la Justicia, el tío Miseria decía: “Sabía que un home de ben non debe ampararse da xusticia, senón fuxir dela como do lume, e que tódalas leises refúndense nunha, a lei do embudo”. Y, del mismo modo, refiriéndose a los caciques: “E sabía (de moi boa tinta) que o sacretario do Auntamento, o deputado do destrito, o xefe da política, i o siñor Picote (que era o máis rico da parróquea e daba cartos a rédetos ó sesenta por cento) habían de ir todos ó inferno de cabeza…”.  En otro pasaje, con la emigración como dramático telón de fondo: “Por iso, cando chegou o día en que xa nin as verzas daban abasto para matar a fame de tódolos daquela casa,  i houbo que embarcar para Boenos Aires o úneco fillo, namentras a parenta choraba os sete chorares, o tío Miseria, anque sentía andar a procesión por drento, escramaba fregándose as maus: Cala, muller, cala. ¡Déixao ir! Cantas máis desgráceas nos veñan nesta vida, máis satisfauciós nos esperan na outra. ¡Hoxe gañamos o menos… oito ferrados de groria!”

Antes de embarcar, la triste despedida provocaba emociones contenidas, pero también llantos inconsolables. Madres, esposas e hijos, con el corazón encogido y el alma desgarrada, les decían: ¡vuelve pronto, hijo, esposo o padre! Y los paisanos, con el rostro desencajado y la mirada perdida, iban subiendo a bordo lentamente… Los barcos se alejaban, y los pañuelos agitados en el aire despedían a sus familiares más queridos. ¡Buen viaje y buena suerte! Aquellas madres, algunas muy castigadas por la vida -más por las penalidades que por los años-, intuían, en su infinita sabiduría, que nunca más volverían a ver a sus hijos. Pero contenían la emoción… Más tarde, en la soledad de sus hogares, al calor de la lumbre, pero con el alma helada, darían rienda suelta a sus emociones y sentimientos, a su honda y sobrecogedora tristeza, y romperían en inconsolable llanto.

Cuando las gentes ya se habían retirado, de regreso a sus pueblos, a sus aldeas, a sus hogares…, y todavía flotaban en el aire los ecos de las despedidas, el muelle de Carril, testigo mudo de tanta emoción contenida y tanto llanto inconsolable, se quedaba solo, ensombrecido por el atardecer que pronto sería noche. Pero sus piedras, firmes y vigorosas, mecidas por las suaves caricias del mar, en acompasado vaivén, y arrulladas por los dulces susurros de la brisa marina, aguardaban la llegada de un nuevo amanecer.

Han pasado muchos años y vicisitudes desde entonces… Pero, ahora, en los albores del siglo XXI, a pesar de que el escenario y los decorados han cambiado, el comportamiento de los nuevos actores sigue siendo el mismo que antaño: abuso de poder, corrupción, fraude… Y la espada de Damocles de la emigración continúa pendiendo sobre nuestras cabezas. La historia se repite… Y no sabemos cuándo ni cómo acabará.

Solía decir mi bisabuelo, y de esto hace mucho, muchísimo tiempo: “Loco estaba el mundo cien años atrás, loco lo encontramos y loco seguirá”. Pues eso.