sábado, 21 de septiembre de 2013

Las sombras del pasado













Por Robert Newport

Cuando el rubicundo Apolo empezaba a ocultar su rubia cabellera tras los Montes de Barbanza, y el atardecer iba ensombreciendo la Ría de Arousa, el buque que momentos antes había zarpado del puerto de Carril rumbo a América, apenas se distinguía en la lejanía… Pero las sombras crepusculares, que lentamente se iban apoderando del paisaje, no impedían reconocer con nitidez el conjunto armónico de las familiares siluetas carrileñas: el viejo faro, estoico vigilante en medio de la bocana; las islas Malveiras, escoltas intemporales; y la majestuosa isla de Cortegada, bastión y buque insignia del pueblo de Carril, que recibe el fértil abrazo del río Ulla en su incesante huida hacia el mar.

El puerto de Carril, que en otro tiempo vivió su época de esplendor como ‘puerto natural de Santiago de Compostela’ y fue punto de partida de la emigración gallega al continente americano, guarda en su ‘memoria’ vivencias inolvidables e irrepetibles. Paisanos llegados de todos los lugares de Galicia, humildes campesinos asfixiados por los impuestos y por las deudas que, incrementadas con intereses abusivos, habían contraído con los caciques terratenientes, se veían obligados a emigrar a la que consideraban ‘tierra de promisión’. Aquellos amos sin escrúpulos, que ejercían su poder económico sobre políticos corruptos y funcionarios fácilmente sobornables, con la anuencia de la Iglesia -que siempre estuvo de parte de los poderosos-, eran los responsables directos de que los rendidos labriegos perdieran las tierras heredadas de sus antepasados, deudas incluidas. Así las cosas, y con la esperanza de conseguir la ‘plata’ suficiente para poder saldar sus deudas y liberarse de la tiranía del señor de la ‘Casa Grande’, emprendían aquel viaje incierto. No todos lograron hacer fortuna, ciertamente; pero, al menos, allá se sintieron libres del yugo que aquí los atenazaba.

Alfonso Rodríguez Castelao (1886 - 1950), comprometido defensor del mundo rural gallego, escribía en tres de sus láminas del álbum ‘Nós’: “En Galiza non se pide nada. Emígrase”. “¿E para qué qués largar da Terra? ¿Non temos pan no forno?”. “Chora porque o cacique deixouno a pedir. Se fose un irmán labrego teríalle fendido o corazón”.

Enrique Labarta Pose (1863 - 1925), en uno de sus más famosos cuentos: ‘O TÍO MISERIA’, describe, magistralmente y en tono humorístico, la cruda realidad de la vida rural gallega del siglo XIX, que él tan bien conocía de primera mano. En el citado cuento, refiriéndose a la Justicia, el tío Miseria decía: “Sabía que un home de ben non debe ampararse da xusticia, senón fuxir dela como do lume, e que tódalas leises refúndense nunha, a lei do embudo”. Y, del mismo modo, refiriéndose a los caciques: “E sabía (de moi boa tinta) que o sacretario do Auntamento, o deputado do destrito, o xefe da política, i o siñor Picote (que era o máis rico da parróquea e daba cartos a rédetos ó sesenta por cento) habían de ir todos ó inferno de cabeza…”.  En otro pasaje, con la emigración como dramático telón de fondo: “Por iso, cando chegou o día en que xa nin as verzas daban abasto para matar a fame de tódolos daquela casa,  i houbo que embarcar para Boenos Aires o úneco fillo, namentras a parenta choraba os sete chorares, o tío Miseria, anque sentía andar a procesión por drento, escramaba fregándose as maus: Cala, muller, cala. ¡Déixao ir! Cantas máis desgráceas nos veñan nesta vida, máis satisfauciós nos esperan na outra. ¡Hoxe gañamos o menos… oito ferrados de groria!”

Antes de embarcar, la triste despedida provocaba emociones contenidas, pero también llantos inconsolables. Madres, esposas e hijos, con el corazón encogido y el alma desgarrada, les decían: ¡vuelve pronto, hijo, esposo o padre! Y los paisanos, con el rostro desencajado y la mirada perdida, iban subiendo a bordo lentamente… Los barcos se alejaban, y los pañuelos agitados en el aire despedían a sus familiares más queridos. ¡Buen viaje y buena suerte! Aquellas madres, algunas muy castigadas por la vida -más por las penalidades que por los años-, intuían, en su infinita sabiduría, que nunca más volverían a ver a sus hijos. Pero contenían la emoción… Más tarde, en la soledad de sus hogares, al calor de la lumbre, pero con el alma helada, darían rienda suelta a sus emociones y sentimientos, a su honda y sobrecogedora tristeza, y romperían en inconsolable llanto.

Cuando las gentes ya se habían retirado, de regreso a sus pueblos, a sus aldeas, a sus hogares…, y todavía flotaban en el aire los ecos de las despedidas, el muelle de Carril, testigo mudo de tanta emoción contenida y tanto llanto inconsolable, se quedaba solo, ensombrecido por el atardecer que pronto sería noche. Pero sus piedras, firmes y vigorosas, mecidas por las suaves caricias del mar, en acompasado vaivén, y arrulladas por los dulces susurros de la brisa marina, aguardaban la llegada de un nuevo amanecer.

Han pasado muchos años y vicisitudes desde entonces… Pero, ahora, en los albores del siglo XXI, a pesar de que el escenario y los decorados han cambiado, el comportamiento de los nuevos actores sigue siendo el mismo que antaño: abuso de poder, corrupción, fraude… Y la espada de Damocles de la emigración continúa pendiendo sobre nuestras cabezas. La historia se repite… Y no sabemos cuándo ni cómo acabará.

Solía decir mi bisabuelo, y de esto hace mucho, muchísimo tiempo: “Loco estaba el mundo cien años atrás, loco lo encontramos y loco seguirá”. Pues eso.

jueves, 12 de septiembre de 2013

Recuerdos y sensaciones





Por Robert Newport
10 septiembre 2013

‘Con Rosalía de Castro en su hogar’, de José Filgueira Valverde (1906 -1996), es un libro bilingüe (gallego y castellano), escrito con exquisita sencillez, cuyo contenido introduce al lector en el mundo rosaliano: en su origen, en su personalidad, en su vida y en su obra. Después de 20 largos años, he vuelto a leerlo… 

Recuerdo aquella calurosa tarde del 3 de agosto de 1993, en que visité la Casa Museo de Rosalía de Castro, en Padrón (Iria Flavia). Al entrar en la finca, a través de la sencilla puerta metálica de dos hojas con adornos de hierro forjado, y recorrer aquel sendero flanqueado por setos, sentí algo especial. Una sensación de paz, de serena calma. Luego, al cruzar el umbral de la puerta de entrada a la casa, tuve la extraña impresión de hallarme en un lugar al que no había sido invitado. ¿Cuál era el motivo de aquel sentimiento? Sin duda, la emoción que me producía encontrarme en el que otrora había sido hogar, nido familiar y morada de inspiración de Rosalía.

Pasé por el vestíbulo, en el que apenas me detuve, y me dirigí a una salita en la que, a través de reseñas, fotografías y gráficos con árboles genealógicos, pude conocer el origen y la singular personalidad de la poetisa. Había, también, cómo no, recuerdos personales y familiares, y varias ediciones de sus obras.

En otra sala, en una vitrina horizontal, estaban expuestos los trabajos realizados por alumnos de Colegios e Institutos: ilustraciones, poemas, comentarios, algunas cartas dirigidas a la poetisa… En todos ellos, los colegiales expresaban la profunda admiración y cariño que sentían por Rosalía.

En la cocina, estancia de acogedora intimidad, me detuve largo tiempo, recreándome, observándolo todo con avidez y placentera curiosidad. Sobre la “lareira”, que se elevaba unos tres palmos del suelo, había un trespiés de hierro y un pote suspendido de unas caramilleras. En el suelo, descansando en estable reposo sobre una especie de pequeño taburete, un balde (sella) de madera, con sus aros y asas de lustroso metal dorado. También una artesa… Y una alacena empotrada, en cuyos anaqueles reposaban vasijas de barro de distintos tamaños, y un almirez. En este lugar, abstraído en mis pensamientos, imaginé a Rosalía rodeada de sus hijos, en una escena cotidiana y familiar, al calor de la lumbre en las frías noches de invierno, recitando… “Miña casiña, meu lar”.

Todavía impresionado por lo que había sentido en aquella cocina, subí las escaleras que conducen a las habitaciones superiores. Fue entonces cuando volví a tener aquella extraña sensación del principio, cuando entré en la casa, y me sentí un intruso… Pasé al comedor, y me detuve un momento observando el tapete bordado a mano que, a modo de estola ornamental, cubría la zona central de la mesa, colgando de los extremos hasta casi tocar el suelo. Sobre él, simétricamente situado, reposaba un gran tazón (cunca) de loza de Sargadelos. La austeridad del mobiliario era la nota dominante. Imaginé, de nuevo, la vida familiar en torno a aquella mesa, en tiempos de penurias, de carencias, de privaciones…

Otra sala, el gabinete de los niños, en la que los pequeños jugaban divertidos, bajo la atenta mirada de su madre, cuando las inclemencias del tiempo les impedía salir al jardín. Relata José Filgueira Valverde: “Rosalía pasaba aquí muchas horas. Incluso le gustaba ponerse a escribir en la mesita, al lado de la ventana, con los niños cerca”.

En mí recorrido por la planta superior, llegué a una nueva estancia: la sala de recibir, de cuyas paredes colgaban algunos cuadros pintados por Ovidio Murguía de Castro, hijo de Rosalía, que murió en plena juventud. En esta sala, parece sensato pensar que la poetisa habrá tenido largas e interesantes conversaciones con amigos y quizá, también, con algún que otro vecino.

Un despacho, en el que trabajaba su esposo, Manuel Murguía, al que Filgueira Valverde define como: “Pequeño de cuerpo y grande en esfuerzo”. Y continúa diciendo el viejo profesor: “…y murió en 1923, a los noventa, alcanzando el sobrenombre de ‘Patriarca de las Letras Gallegas’ por haber trabajado en ellas cerca de tres cuartos de siglo y en todos los terrenos del saber: poesía, cuento, novela, política, historia, arte… Elocuente y laborioso, imaginativo, pertinaz en la investigación, vivo de genio…, hizo de nuestra Historia un poema apologético, fue amado tiernamente por Rosalía, supo difundir y enaltecer su obra”. Una mesa de trabajo, retratos y mapas sobre las paredes; y en las estanterías, libros escritos por él y, también, de otros autores.

Como colofón de mi “viaje en el tiempo” por el interior de la ‘Casa de Rosalía’, entré, con el máximo respeto, en el que había sido su dormitorio. Me impresionó, y de qué manera, encontrarme en aquella habitación. En aquel momento, tuve la sensación de estar profanando un lugar sagrado. Refiriéndose a este dormitorio, escribía Filgueira Valverde: “Entrad como en un santuario. El Cristo, la Dolorosa, la lámpara… Esa es la ventana que mandó abrir ‘para ver el mar’. Y fueron sus últimas palabras”. Quedé paralizado observando los vestidos de Rosalía, que, colgados de las perchas perfectamente alineadas, se veían a través del cristal de la puerta del armario ropero. Luego, como si una fuerza desconocida me lo impidiera, tardé en girarme para contemplar aquella cama: lecho de sufrimiento, de resignación y de muerte. Sobre la almohada, cual representación simbólica perpetua, descansa siempre una rosa recién cortada.

Antes de salir de la casa, me detuve en el vestíbulo ojeando los ejemplares que allí tenían a la venta. Me decidí por ‘Con Rosalía de Castro en su hogar’, que ha servido de introducción y de hilo conductor de este relato.

Cuando me disponía a salir de la finca, advertí, bajo la acariciadora sombra de una parra, la existencia de una mesa y dos bancos de piedra toscamente labrada y muy envejecida, en los que no había reparado al entrar. Sin duda, cual centinelas del tiempo, habían sido testigos mudos de las meditaciones de Rosalía… Estuve allí, sentado largo rato. Luego, con serena calma, abandoné aquel lugar de recuerdos y sensaciones…