jueves, 18 de octubre de 2012

El Muelle de los Carabineros



Por Robert Newport
17 octubre 2012

El embarcadero de piedra de O Cavadelo, también conocido como ‘Rampa de los Carabineros’ –pues existía una caseta de madera con tejado de zinc, que los Carabineros (Guardia Civil del Mar) utilizaban como puesto de vigilancia-, estaba justo enfrente del garaje-taller de Ramón Porto Rey (mi abuelo materno) y del Bar Xesteira, cuyas edificaciones fueron demolidas para abrir la actual Rúa Conde de Vallellano.

En aquel pequeño muelle, situado a pocos metros de la desaparecida Estación Sanitaria del Puerto y de la actual ‘Praza da Peixería’, los días de mercado, cuando la marea lo permitía –por la mañana o por la tarde-, había un gran movimiento de mercancías diversas que se cargaban en las lanchas motoras allí atracadas, principalmente de Rianxo y Boiro. También, en verano y con la pleamar, era un lugar ideal para zambullirse, pues el nivel del mar quedaba a dos palmos de la parte superior de este muelle. Y, cómo no, para la práctica de la pesca con caña…

Conservo en mi memoria, además de muchas jornadas de pesca durante las vacaciones de verano, aquella tarde de un mes de marzo bonancible, en compañía de mi amigo Juan Búa (tristemente, fallecido) –que además de vecinos, en la aledaña calle Juan García, también éramos compañeros de travesuras infantiles-, en la que decidimos acercarnos hasta las citadas lanchas motoras, cuyos patrones eran viejos conocidos, y subimos a bordo de una de ellas. Para no molestar en las faenas de carga, nos sentamos con las piernas colgadas por el exterior de la borda de babor, que era la cercana al muelle, a cierta distancia del tablón de madera por el que se deslizaba la mercancía. La embarcación subía y bajaba, lenta y cadenciosamente; y nosotros, atentos a aquel movimiento acompasado, levantábamos las piernas para no mojarnos los zapatos. Así estuvimos largo rato, contemplando las idas y venidas de los porteadores y del acondicionamiento, en la pequeña bodega, de la carga más ligera y delicada; y, sobre la cubierta, de los toneles de vino y bidones de aceite. Pero, con la inquietud propia del niño que era, tal vez queriendo emular a algún intrépido héroe de película, se me ocurrió la “genialidad” de proponerle a mi amigo, que, aprovechando el movimiento de subida de la motora, y permaneciendo sentados en la borda, mediante un impulso (imposible), a ver si conseguíamos alcanzar la parte superior del muelle, y subir... Juan Búa, intuyendo que se trataba de una idea descabellada -lo que se confirmó posteriormente ¡Y de qué manera!-, propuso que lo intentara yo primero… Esperé a que el movimiento del mar elevara al máximo la embarcación, impulsé el cuerpo con todas mis fuerzas –habida cuenta que los pies no tenían apoyo-, y conseguí alcanzar la parte superior del muelle, apoyando el antebrazo izquierdo y agarrando mínimamente el borde con la mano derecha. Sin embargo, a pesar de mis titánicos y desesperados esfuerzos (más desesperados que titánicos, ciertamente), no pude evitar que la mano se deslizara sobre la arenilla que había en la superficie; y que el antebrazo, dolorido por el sobreesfuerzo y el roce con la arenilla, también fuera resbalando… Y me caí al mar.

Yo, aún no sabía nadar. Y en el agua, entre la embarcación y el muelle, gritando a pleno pulmón, emergía con los brazos elevados. En cada inmersión, debido a que tenía la boca abierta para gritar, tragaba una desmedida cantidad de agua salada; lo que me provocaba fuertes náuseas y me impedía coger suficiente aire. Antes de iniciar la tercera inmersión, y con el estómago que parecía un aljibe de agua de mar, los dos patrones de las lanchas motoras consiguieron agarrarme de las manos -en ningún momento dejé de alzar los brazos-, y me sacaron a la superficie. Y allí estaba yo, tendido sobre aquel muelle de piedra, con unas desagradables arcadas que provocaron la expulsión del agua contenida en mi estómago. La sensación de alivio que sentí fue muy gratificante.

Alguien había ido a avisar a mi abuelo, que se encontraba en el garaje-taller. Llegó muy excitado, temiéndose lo peor… Ayudado por los dos hombres que, sin duda alguna, me habían salvado la vida, conseguí ponerme en pie. Mi abuelo, tras darles las gracias a los patrones, me reprendió muy duramente y, por primera y única vez en la vida, me dio unos azotes. Seguidamente, me acompañó a casa. Mi abuela Encarnación y mi tía Mercedes, una vez superada la impresión del momento, me quitaron la ropa –que, como es natural, estaba empapada-, y me bañaron. Tras el baño en agua templada, me secaron convenientemente; y, a continuación, me frotaron enérgicamente pecho y espalda con alcohol. Durante todo el proceso, como no podía ser de otra forma, mi abuela también me reprendió con gran dureza. ¡Menudo disgusto les di aquel día a mis abuelos!

Aunque por mi estatura parecía mayor, todavía no había cumplido los siete años. En el verano de aquel año…, aprendí a nadar.