Por Robert Newport
17 marzo 2019
La política, esa ciencia infusa y difusa, continúa siendo un mercadeo en el que, por intereses personales y partidistas, sin el menor reparo, se pacta hasta con el «diablo», si con ello se logran los objetivos. La cuestión es conseguir el poder, la hegemonía. Y luego, donde dije digo, digo Diego. Y aquí paz y después gloria.
Sabemos que la alternancia en el poder forma parte de las reglas del juego democrático. Y eso, en principio, es saludable. Sin embargo, cuando en el pluralismo político irrumpe un partido ultraderechista, y consigue tener representación parlamentaria, hemos de considerar que su, más que probable, «toxicidad» puede llegar a contaminarlo todo. Lo que, sin duda, ha de ser motivo de alarma y preocupación.
También observamos, hasta qué punto las campañas electorales tienen un marcado comportamiento carnavalesco. Los candidatos, con la sonrisa de oreja a oreja, prodigan efusivos abrazos y estrechan la mano a todo aquel que se ponga a tiro. Saludan, a diestro y siniestro, muy complacidos, derrochando fingida y engañosa simpatía. Y, en su embriaguez populista, saludan hasta a los maniquíes de los escaparates. Sin sonrojarse. Por ello, a los ciudadanos de a pie, que estamos hartos de tanto eufemismo, de tanto subterfugio y de tanta mentira —también, de tanta promesa incumplida—, ya no nos engañan. Lo dicho: ¡un carnaval!