martes, 12 de febrero de 2013

'Diana', nuestra perra de caza




Por Robert Newport
12 febrero 2013

Había llegado por ferrocarril, desde Barcelona, tras un largo viaje de 24 horas. Era una joven y esbelta perra de caza, castaña y blanca, cruce de galga y podenco, de nombre ‘Diana’.

Al atardecer del mismo día de su llegada, mi tío Roberto, impaciente e ilusionado, la llevó al ‘Montiño’ para que hiciera un poco de ejercicio y, de paso, observar su comportamiento. Desenganchó el mosquetón que unía la correa al collar, y la dejó en libertad. ‘Diana’ quedó inmóvil unos instantes, atenta y con las orejas enhiestas. Tensó su musculatura y salió, como una saeta, en vertiginosa carrera, perdiéndose entre la espesa maleza que, entonces, poblaba aquel lugar. Al considerar que tardaba demasiado tiempo en volver, mi tío, muy preocupado, temiendo que se hubiera perdido o escapado, se adentró en aquella espesura llamándola insistentemente. La perra no daba señales de vida, y ya estaba anocheciendo. Al fin, ‘Diana’, cuyos ojos brillaban en aquella oscuridad, surgió de entre la maleza... ¡Había cazado un conejo! A partir de aquel momento, haciendo honor a su nombre de diosa mitológica romana de la caza, fue la admiración de los cazadores que acompañaban a mi tío en aquellas jornadas cinegéticas dominicales.

El patio del garaje-taller de mi abuelo Moncho, era el lugar en el que ‘Diana’ tenía su alojamiento: una amplia caseta de madera, debajo del cobertizo en el que se encontraba la fragua. Todos los días, invariablemente, la soltábamos para que hiciera ejercicio, además de sus ‘cosas’, por los alrededores: antigua rampa del Cavadelo, inmediaciones del Colegio León XIII, muelle de los carabineros… Verla correr era todo un espectáculo. Su asombrosa velocidad, con continuos cambios de dirección durante la carrera, inclinándose hasta lo imposible, era un alarde de fortaleza vital. Un prodigio de equilibrio y dominio de su estilizada masa muscular. Pero un mal día, en la última parada de su habitual recorrido, detrás de la caseta de los carabineros, se entretuvo más tiempo del acostumbrado...

Regresó con paso sorprendentemente lento, tambaleándose, con evidentes síntomas de fatiga. Se dirigió directamente al patio del garaje; y, antes de entrar en el cobertizo, se desplomó. Mi abuelo, muy alarmado -sospechando lo que más tarde se confirmó-, indicándome que me diera prisa, me envió a la droguería a buscar aceite de ricino. Fui y regresé corriendo, a grandes zancadas, pero aquel aceite purgante ya no surtió efecto. ‘Diana’ estaba agonizando. Se había envenenado al comer un trozo de ‘carnada’ con estricnina que, cada cierto tiempo, funcionarios municipales dejaban en lugares estratégicos, con el fin de eliminar los perros vagabundos. Un método de exterminio, cruel y despiadado. Años más tarde, un funcionario municipal: el ‘lacero’, equipado con un artilugio que incorporaba una cuerda con lazo corredizo, perseguía y atrapaba a los perros enlazándolos por el cuello. Aquel nuevo método, lamentable espectáculo callejero, igualmente detestable y repugnante, sustituyó al señuelo envenenado.

Han transcurrido 60 largos años, y aquella mirada que se iba apagando lentamente, nunca sabré si era una súplica o una despedida... Y así, con ahogados gemidos de agonía, se extinguió la vida de aquella joven y esbelta perra de caza, castaña y blanca, cruce de galga y podenco, de nombre ‘Diana’.



 (Texto revisado el 29 de junio de 2015)