Por Robert Newport
05 octubre 2005
En nuestra infancia, veíamos la Alameda como un espacio
enorme. Los bancos de piedra, con respaldo de hierro fundido, nos parecían muy altos;
los árboles, sobre todo en primavera, cuando las hojas cubrían la desnudez
invernal de las ramas, se nos antojaban gigantescos; y las farolas, alzadas
desafiantes hacia el cielo, las veíamos excesivamente altas. Todo es cuestión
de edad y de estatura. Por eso cuando creces, te das cuenta de que, aunque todo
sigue teniendo las mismas dimensiones, ya nada te parece tan grande como antes.
Comprendes, al fin, que las cosas tienen su justa medida. Y es entonces, cuando
se desvanece tu admiración por todo aquello que antes, bajo tu mirada infantil,
considerabas colosal e inalcanzable.
Con 6 ó 7 años, competir corriendo
a lo largo de la Alameda
era nuestro juego preferido. Partíamos del extremo sur (calle Valentín
Viqueira), y terminábamos en la fachada del comercio de efectos navales ‘Casa
Calicó’, en el extremo norte, que hacía de meta. La salida, como era preceptivo,
se iniciaba al terminar de contar ¡uno, dos, tres! Y corríamos a toda
velocidad, sorteando a los paseantes -que nos increpaban cuando pasábamos muy
cerca o tropezábamos con ellos-, y esquivando, como podíamos, las farolas que
interferían la trayectoria de aquella desaforada carrera. El primero que
lograba tocar con las manos la fachada de ‘Casa Calicó’, era el vencedor
absoluto.
En aquella frenética carrera,
al intentar esquivar a algún paseante, algunas veces te golpeabas contra una de
las farolas, y salías rebotado. Y allí estabas tú, tendido en el suelo, herido en
la frente y en tu amor propio. Te levantabas, conmocionado, y reanudabas la
carrera sabiendo que aquel percance te haría llegar el último.
Regresabas a tu casa,
acalorado, encendido… Y con un tremendo chichón en medio de la frente.
Reprimenda de tus padres o abuelos, acompañada de media docena de azotes en las
posaderas. Compresas de agua fría sobre la frente y, tal vez, algún ungüento ‘mágico’
antiinflamatorio. Al día siguiente, antes de salir de casa, te repetían, una y
otra vez: ¡A ver lo qué haces hoy…! ¡Ten mucho cuidado…! ¡No corras como un
loco…! Y tú, un día más, volvías a la Alameda.
Al otro lado de la calle,
entonces adoquinada, un prolongado banco con respaldo, integrado en el malecón,
invitaba a sentarse después de un largo paseo familiar por el emblemático
muelle de hierro. En aquel elemento de descanso, al que por su altura
necesitabas trepar con espíritu de escalador, también balanceabas las piernas
hasta el agotamiento, golpeando el malecón con los tacones y taloneras de los
zapatos. Pasados unos minutos, cansado de tanto columpiar las piernas, girabas
el cuerpo y te ponías de rodillas; y así, con los brazos apoyados en la parte
superior del respaldo, contemplabas los barcos que, acompasadamente, eran mecidos
por el mar.
Aquel mar, nuestro mar, cambiante
como el carácter: tranquilo o enfurecido, amable o amenazador, pero siempre
bello: azul, verde o gris marengo, lo teníamos tan cerca, que la ‘orilla mar’
nos acariciaba manifestándose en todo su esplendor. Y cuando la oscuridad de la
noche impedía su contemplación, percibíamos su aroma y su acompasado vaivén.
¡Sabíamos que estaba allí! Formaba parte de nuestras vidas. Pero el progreso mal
entendido, lo alejó de nosotros para siempre.
Este relato puede parecer la
visión poética de una realidad perdida. Y tal vez lo sea. Sin embargo, la auténtica
poesía queda reflejada en esta Cita Literaria del poeta y escritor libanés,
Khalil Gibran: “Debe haber algo extrañamente sagrado en la sal: está en
nuestras lágrimas y en el mar”.
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Transcurrieron 60 años desde
entonces, y la fisonomía urbana de aquella villa acariciada por el mar es hoy
la de una ciudad moderna y dinámica, pero lastrada con la pesada carga de haber
sucumbido a la especulación inmobiliaria que destruyó gran parte de su
patrimonio y de su identidad. Luces y sombras de una ciudad que antes fue
pueblo.