jueves, 10 de octubre de 2013

Realidad perdida





















Por Robert Newport
05 octubre 2005

La Alameda, nuestra alameda, lugar de juegos infantiles bajo la atenta mirada de madres y abuelas, me trae a la memoria inolvidables recuerdos de caídas, de rodillas con rasguños y arenas incrustadas, diciendo entre ‘hipos’ que te habías hecho daño. En realidad, decías que te habías hecho ‘pupa’. Luego, ellas, humedeciendo con saliva un pañuelo, te limpiaban  la herida y  te sentaban en el banco, a su lado. Y allí estabas tú, balanceando las piernas -pues la altura del banco no te permitía llegar con los pies al suelo-, hasta que, aburrido e inquieto, volvías a corretear de nuevo por la pista, sorteando a las personas que, paseando tranquilamente, se cruzaban en tu camino. Y volvías a caer y a lastimarte.

En nuestra infancia, veíamos la Alameda como un espacio enorme. Los bancos de piedra, con respaldo de hierro fundido, nos parecían muy altos; los árboles, sobre todo en primavera, cuando las hojas cubrían la desnudez invernal de las ramas, se nos antojaban gigantescos; y las farolas, alzadas desafiantes hacia el cielo, las veíamos excesivamente altas. Todo es cuestión de edad y de estatura. Por eso cuando creces, te das cuenta de que, aunque todo sigue teniendo las mismas dimensiones, ya nada te parece tan grande como antes. Comprendes, al fin, que las cosas tienen su justa medida. Y es entonces, cuando se desvanece tu admiración por todo aquello que antes, bajo tu mirada infantil, considerabas colosal e inalcanzable.

Con 6 ó 7 años, competir corriendo a lo largo de la Alameda era nuestro juego preferido. Partíamos del extremo sur (calle Valentín Viqueira), y terminábamos en la fachada del comercio de efectos navales ‘Casa Calicó’, en el extremo norte, que hacía de meta. La salida, como era preceptivo, se iniciaba al terminar de contar ¡uno, dos, tres! Y corríamos a toda velocidad, sorteando a los paseantes -que nos increpaban cuando pasábamos muy cerca o tropezábamos con ellos-, y esquivando, como podíamos, las farolas que interferían la trayectoria de aquella desaforada carrera. El primero que lograba tocar con las manos la fachada de ‘Casa Calicó’, era el vencedor absoluto.

En aquella frenética carrera, al intentar esquivar a algún paseante, algunas veces te golpeabas contra una de las farolas, y salías rebotado. Y allí estabas tú, tendido en el suelo, herido en la frente y en tu amor propio. Te levantabas, conmocionado, y reanudabas la carrera sabiendo que aquel percance te haría llegar el último.

Regresabas a tu casa, acalorado, encendido… Y con un tremendo chichón en medio de la frente. Reprimenda de tus padres o abuelos, acompañada de media docena de azotes en las posaderas. Compresas de agua fría sobre la frente y, tal vez, algún ungüento ‘mágico’ antiinflamatorio. Al día siguiente, antes de salir de casa, te repetían, una y otra vez: ¡A ver lo qué haces hoy…! ¡Ten mucho cuidado…! ¡No corras como un loco…! Y tú, un día más, volvías a la Alameda.

Al otro lado de la calle, entonces adoquinada, un prolongado banco con respaldo, integrado en el malecón, invitaba a sentarse después de un largo paseo familiar por el emblemático muelle de hierro. En aquel elemento de descanso, al que por su altura necesitabas trepar con espíritu de escalador, también balanceabas las piernas hasta el agotamiento, golpeando el malecón con los tacones y taloneras de los zapatos. Pasados unos minutos, cansado de tanto columpiar las piernas, girabas el cuerpo y te ponías de rodillas; y así, con los brazos apoyados en la parte superior del respaldo, contemplabas los barcos que, acompasadamente, eran mecidos por el mar.

Aquel mar, nuestro mar, cambiante como el carácter: tranquilo o enfurecido, amable o amenazador, pero siempre bello: azul, verde o gris marengo, lo teníamos tan cerca, que la ‘orilla mar’ nos acariciaba manifestándose en todo su esplendor. Y cuando la oscuridad de la noche impedía su contemplación, percibíamos su aroma y su acompasado vaivén. ¡Sabíamos que estaba allí! Formaba parte de nuestras vidas. Pero el progreso mal entendido, lo alejó de nosotros para siempre.

Este relato puede parecer la visión poética de una realidad perdida. Y tal vez lo sea. Sin embargo, la auténtica poesía queda reflejada en esta Cita Literaria del poeta y escritor libanés, Khalil Gibran: “Debe haber algo extrañamente sagrado en la sal: está en nuestras lágrimas y en el mar”.

-------------------

Transcurrieron 60 años desde entonces, y la fisonomía urbana de aquella villa acariciada por el mar es hoy la de una ciudad moderna y dinámica, pero lastrada con la pesada carga de haber sucumbido a la especulación inmobiliaria que destruyó gran parte de su patrimonio y de su identidad. Luces y sombras de una ciudad que antes fue pueblo.