sábado, 10 de marzo de 2012

Caciquismo e Iglesia


Por Robert Newport
11 diciembre 2007


E
l siglo XIX está preñado de historias y vivencias de la vida rural gallega, en la que los humildes campesinos, asfixiados por los impuestos, se veían obligados a humillarse ante los caciques, implorando la concesión de préstamos que, incrementados con intereses abusivos, nunca podrían devolver.  Así las cosas,  impotentes y desesperados, los pobres labriegos perdían sus tierras, que pasaban a ser propiedad del prestamista terrateniente, del que dependerían ya de por vida -ellos y sus descendientes-, trabajando de sol a sol y alimentándose de lo poco que podía producir el pequeño huerto que, con su humilde casucha,  en el mejor de los casos, todavía les pertenecía.
   Dicho esto, queda claro que muchas de las posesiones de algunos  terratenientes, eran consecuencia de la usura prestamista, despiadada e implacable.  Se aprovechaban de los humildes campesinos que se dejaban la salud y la vida en aquella tierra que, heredada de sus antepasados  -deudas incluidas-, a duras penas les daba para comer.  Esa tierra era toda su fortuna…, toda su vida.  Una vida llena de privaciones, de trabajo y sacrificio.  Una vida triste y resignada.  Una vida… para morir.  Así transcurrían los días de esta pobre gente: monótonos, grises y sin ilusión. 
   Otra vida muy distinta era la del patrón terrateniente que, sabiéndose poderoso, ejercía, también,  una desmesurada influencia sobre cuestiones administrativas y políticas.  Pero eso no era todo, ya que su poder llegaba hasta la misma jerarquía de la Iglesia Católica que, confiando en obtener algún beneficio posterior, hacía oídos sordos a las súplicas de los campesinos y consentía los abusos de poder del señor de la Casa Grande -el cacique-, como si se tratara de un señor feudal con derecho de pernada. Un verdadero escándalo que la Iglesia, siempre al lado del poder, no se atrevía a condenar para no perder los favores del terrateniente.  Así, el cura del pueblo, aleccionado por su superior -el obispo de la diócesis correspondiente-, obedecía y se dejaba manipular, asegurando así una vida cómoda, sin problemas económicos ni de manutención -comida diaria gratis en la Casa Grande, con larga sobremesa, y fiestas y banquetes pantagruélicos-, abandonado a la gula y… a engordar.
   Hay que dejar claro, no obstante, que si algún cura, con verdadera fe, humildad y caridad cristianas, no se doblegaba a las exigencias estipuladas, era desterrado sin piedad a la parroquia más pobre de la diócesis, olvidado y sumido para siempre en una mísera existencia.  Esa era la triste realidad que, con verdadera maestría literaria,  algunos escritores de la época tuvieron la valentía de plasmar en sus obras.
   Hoy, en Galicia, en los albores del siglo XXI, la Iglesia Católica es poseedora de grandes extensiones de terreno productivo -casas señoriales incluidas-, que aquellos terratenientes le donaban, en la creencia de que así redimían sus pecados y salvarían su alma, en lugar de ceder esas tierras a los campesinos que, con sudor y lágrimas, las trabajaron hasta la extenuación, dejando en ellas la vida.
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