En estas fechas navideñas, me ha parecido oportuno publicar este artículo de Francisco Robles —escritor y periodista (Sevilla, 1963)—, escrito con magistral naturalidad, por su mensaje de solidaridad.
FRANCISCO ROBLES
08/11/2010
Pagó
la última ronda de unas cervezas que le habían sentado divinamente después de
una intensa semana de trabajo, se lo habían pasado bomba despotricando del
viaje del Papa, de la hipocresía de la Iglesia, de todo lo que les pedía el
anticlericalismo que los unía como la amistad que se profesaban y que les
servía para estar colocados en la misma empresa pública de la Junta. Se fue a
casa para comer algo antes de echarse una buena siesta, pero de camino se
encontró con un olor que lo llevó directamente hasta el paraíso efímero de su
infancia. Un olor a cocido, a caldo humeante, el aroma que lo recibía cuando
llegaba a su casa después del colegio, con su madre atareada en la humilde
cocina donde la olla hervía sin cesar.
Entró
en un local que le pareció un restaurante modesto pero con encanto, iba
distraído, pensando en el Informe Técnico sobre Prevención de Riesgos
Psicosociales de las Personas Expuestas a Situaciones de Disrupción Económica
Familiar que le habían encargado en la empresa pública donde trabaja. En
realidad no era un restaurante, sino un autoservicio frecuentado por gente de
toda condición. Había personas ataviadas a la antigua usanza junto a individuos
solitarios que vestían según las normas alternativas del arte povera. De pronto
abrió los ojos y se quedó pasmado al comprobar que quien le servía la comida en
la bandeja era una monja. Aquello era un comedor social y se vio rodeado de eso
que nunca se nombra en los informes ni en los dosieres que prepara: pobres.
Quiso
retirarse pero la monja no lo dejó. Le sonrió y le dijo que no se preocupara,
que la primera vez es la más complicada, que no debía avergonzarse de nada, que
el cocido estaba buenísimo y que de segundo había filete empanado, que no se
perdiera las vitaminas de la ensalada ni de la fruta, y que podía rematar la
comida con un helado de los que había regalado una fábrica cuyo nombre obvió.
Se vio sentado a una mesa donde un matrimonio mayor y bien vestido comía en
silencio sin levantar los ojos de la bandeja. Enfrente, un tipo con barba
descuidada sonreía mientras devoraba el filete empanado y le contaba su vida,
había perdido el trabajo, el banco se había quedado con su casa, después del
divorcio no sabía adónde ir, menos mal que las monjas le daban comida y ropa, y
que dormía en el albergue bajo techo, «al final he tenido suerte en la vida,
compañero, así que no te agobies, que de todo se sale…»
No
podía creer lo que estaba sucediendo. Nadie le había pedido nada por darle de comer,
ni le habían preguntado por sus creencias. Se limitaban a darle de comer al
hambriento, sin adjetivos. Al salir no le dio las gracias a la monja que le
había dado de comer. Pero no fue por mala educación, sino porque no podía
articular palabra. Una inclinación de cabeza. Ella le contestó con una sonrisa
leve. «Vuelve cuando lo necesites y si no estoy, di que vienes de parte mía. Me
llamo Esperanza».