viernes, 29 de marzo de 2013

Mi abuelo, en el norte de África




Por Robert Newport
28 marzo 2013

En la Guerra de Marruecos o Guerra del Rif (1909 - 1927), que se desarrolló en el norte de Marruecos en contra de la ocupación colonial española, estuvo Ramón Porto Rey, mi abuelo materno. Él no solía hablar de aquella contienda. Recordaba, con tristeza, que allí perdió a muchos compañeros y a más de un amigo. Pero una noche de sábado, en la sobremesa inmediata a la cena, me relató lo acontecido una noche “memorable” en aquella campaña del norte de África.

El día había transcurrido relativamente tranquilo, exceptuando un conato de escaramuza protagonizado por los rifeños. El calor, como todos los días, era la nota dominante. Estaban sudorosos, con la ropa pegada al cuerpo, y los uniformes tenían un aspecto lamentable. A medida que se iba apagando el día, una ligera brisa empezaba a soplar refrescando el ambiente. Cenaron, de acuerdo con los turnos establecidos, y se disponían a pasar la noche en las trincheras, vigilantes, con los ojos clavados en las alambradas que, a una distancia prudencial, les proporcionaban cierta protección y una relativa tranquilidad.

La oscuridad era cada vez mayor, y la visibilidad se había vuelto prácticamente nula. El silencio era tan absoluto que permitía oír la respiración de los atrincherados soldados. De repente, aquel silencio se vio alterado por un ligero ruido que parecía provenir de las alambradas. Se sucedieron algunos más, con pequeños intervalos, y el sargento decidió alertar al oficial de guardia. La visibilidad ya era inexistente. Un nuevo ruido, seguido de varios más, hizo pensar que los moros se arrastraban tratando de cruzar las alambradas. El murmullo que llegaba de aquella zona era ya tan evidente, que el oficial no dudó en dar la orden: ¡Fuego a discreción! ¡Fuego a discreción! Aquellos hombres, suponiendo que se trataba de un ataque de los rifeños, comenzaron a disparar, enardecidos. Los cerrojos de aquellos fusiles, accionados con destreza cuasi profesional, expulsaban los casquillos que, inexorablemente, se iban acumulando en el fondo de las trincheras. Así permanecieron durante largo tiempo, disparando sin tregua… La tensión acumulada había producido tal excitación entre la tropa, que, poseídos de un desaforado entusiasmo, desoyeron la orden que el oficial había dado de dejar de disparar. ¡Alto el fuego! ¡Alto el fuego! Se corrió la voz a lo largo de las trincheras.

Cuando cesaron los disparos y se hizo de nuevo el silencio, los soldados atrincherados -que no habían sufrido ni un rasguño-, se preguntaban cuántos muertos del enemigo se iban a encontrar por la mañana…

Con las primeras luces del alba, se procedió a inspeccionar la zona de las alambradas. Sorprendentemente, no había ningún indicio de que los moros hubieran intentado cruzar por allí la noche anterior. Los ruidos, motivo de la alarma, habían sido producidos por papeles y desperdicios que, enganchados en las alambradas y agitados por el viento, hicieron suponer que se trataba de una incursión nocturna del enemigo. Un enemigo imaginario. Sin embargo, la incesante descarga de la fusilería había causado otro tipo de bajas: los mulos de carga estaban despanzurrados, en aquel suelo polvoriento, con múltiples impactos de bala en sus cuerpos inertes; los carros, en los que se transportaban las cocinas y el avituallamiento, habían quedado destrozados; los enseres: sartenes, perolas y demás recipientes, estaban tan agujereados que parecían coladores; el aljibe del agua, igualmente perforado por las balas, ya sólo contenía un tercio de su capacidad…  Aquella frenética y ruidosa noche, “festival” de disparos incontrolados, se cubrieron de “gloria”… Aquel episodio vino a confirmar, una vez más, que en la oscuridad de la noche todos los gatos son pardos.