miércoles, 20 de agosto de 2014

Recuerdos y vivencias de mi niñez

Por Robert Newport
19 agosto 2014

Cuando uno empieza a notar el paso de los años, los recuerdos de vivencias infantiles fluyen como una necesidad vital. Aunque no se trata de nostalgia, en modo alguno. Únicamente ocurre, cada vez con mayor frecuencia, que nuestro cerebro, ese gran archivo neuronal, en su proceso cíclico de almacenamiento de información, selecciona imágenes y sensaciones de momentos inolvidables e irrepetibles.

Últimamente -¡serán cosas de la edad!-, vuelven y sacuden mi memoria aquellas vivencias de la niñez, que, agazapadas en alguna zona recóndita de los hemisferios de mi cerebro, pugnan desaforadamente por salir a la luz. Y así, imagen a imagen, sensación a sensación, voy recordando...

Aromas y sabores

En aquella Vilagarcía de mi niñez (transcurría el año 1950), época en la que el olfato y el gusto aún no se habían contaminado con la artificialidad, las panaderías tenían un gran protagonismo en la vida cotidiana de nuestro pueblo. Ibas por la calle, y el inconfundible aroma delataba la cercanía de una tahona. En la calle Juan García, a pocos metros de donde yo vivía con mis abuelos maternos, estaba Panadería Camilo Mera. Y en la aledaña Plaza de Calvo Sotelo, Panadería Lourido. ¡Bendito pan! Hecho con harina fina de trigo (centeno o maíz), agua, levadura y sal. Mezclado y amasado de forma artesanal, fermentado reposadamente, y horneado en horno de leña previamente calentado a fuego lento, los maestros panaderos obraban el milagro: un crujiente y sabroso pan recién horneado. Al día siguiente, al tomarlo con el desayuno, todavía olía y sabía a pan. Hoy, lamentablemente, aquello es sólo un recuerdo.

También las tiendas de ultramarinos tenían mucha presencia y gran relevancia. Entrar en aquellos emblemáticos establecimientos de alimentación era penetrar en un mundo de aromas naturales diferenciados, que quedaron grabados para siempre en la memoria olfativa de mi niñez: azafrán, pimienta, pimentón, clavo, canela... Especias de toda la vida.  Asimismo, el agradable aroma del café recién molido, la achicoria, la cascarilla de cacao, los chocolates... Y, cómo no, las bebidas espiritosas a granel: moscatel, mistela, coñac, anís... Cuando se acercaba la Navidad, todo cambiaba: las cajas abiertas que contenían tabletas de turrón, higos, pasas, dátiles… dispersaban sus fragancias en agradable mixtura.

De aquella época, en la zona de influencia que rodeaba la calle Juan García, recuerdo estas tiendas de ultramarinos: Albino Cores, en la calle de Ramiro Cores; Salustiano García, en la calle Héroes del Alcázar; Juan Blanco ‘Arousán’, en la calle Gerona; ‘Dos de Mayo’, en La Baldosa; Hermanas Barreiro (antes, Vda. de Rosendo Barreiro), en la calle Padre Feijoo; y Segundo Abalo, en la Plaza de Calvo Sotelo. Posteriormente, en la calle Arzobispo Lago: Ramón César Mouriño, Simón Sabariz, y José Abalo (en la actualidad, ‘Los Pepes’). Algún tiempo después, en esa misma calle, también José Luis Camba.

Los gatos callejeros

Se multiplicaban como setas y estaban por doquier. Es cierto, hay que reconocerlo, que la proliferación de roedores justificaba, en gran medida, la presencia de los ‘mininos’ en las viviendas, en las calles y, muy especialmente, en casas abandonadas y en estado ruinoso. Precisamente, en una de aquellas casas arruinadas se desarrolla la historia de mi pésima relación con los gatos callejeros.

Cansados de las encarnizadas y temidas peleas en las que se enzarzaban a diario los gatos de la calle Juan García -la de mi niñez y adolescencia-, en el transcurso de las cuales, como incómodos testigos presenciales, algunas veces sufríamos daños colaterales que se traducían en arañazos en nuestros brazos y piernas, tres amigos decidimos ponernos en pie de guerra e infligir duros castigos a aquellos maulladores de afiladas uñas retráctiles. Les hacíamos mil y una travesuras, algunas muy crueles -aunque jamás hemos cruzado la ‘línea roja’-, de las que también nosotros salíamos con algunas ‘heridas de guerra’. De existir entonces la Asociación Protectora de Animales, sin duda habríamos tenido serios problemas y más de un disgusto. Sobre todo nuestras familias.

Sin embargo, un día en el que reinaba la calma entre los félidos, observamos como, de uno en uno, o de dos en dos, mirando a uno y otro lado con desconfianza, iban entrando en aquella casa abandonada. De vez en cuando, se oían maullidos que no identificábamos con los que proferían cuando tenían hambre o frío. Eran algo parecido a gritos de dolor. Con mucho sigilo, mis compañeros y yo nos acercamos a una de las desvencijadas ventanas, y vimos, con asombro, como una gata adulta de espeso pelaje, que semejaba una ‘madama’, ‘recibía’ a los visitantes, y luego se dirigía a uno de los cubículos de aquella casa en ruinas. Al instante, regresaba acompañada de una o dos gatas que, después de rozar sus pelajes con los visitantes, se retiraban acompañadas... ¡Aquella casa en ruinas era, en realidad, un burdel gatuno!

Después de pasear sus dilatados vientres por el barrio durante el período de gestación, aquellas gatas tuvieron -¡al fin!- sus gatitos. Aquel episodio, en contra de lo que siempre nos habían dicho, vino a confirmar lo que ya intuíamos desde hacía algún tiempo: que los bebés, del mismo modo que aquellos gatitos, no los traía la cigüeña, ni venían de París.

2 comentarios:

  1. Me hizo mucha gracia lo de la gata, escuché montones de historias de gatos pero nada igual

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  2. ¡Bingo! el que la sigue lo consigue, lo malo es cuando haces un comentario y se borra.

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