Por Robert Newport
20 octubre 2007
A
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lo largo de la historia la Iglesia Católica estuvo
omnipresente en la vida política, y fue la causante de intrigas palaciegas y de
abuso de poder -principalmente sobre el pueblo llano, aprovechando
su ignorancia y sumisión-, así como responsable directísima de actos tan
aberrantes como los cometidos por la Santa Inquisición ,
que llamarla santa tendría que ser,
cuando menos, una herejía.
Hoy, en pleno siglo XXI, la
sociedad está debidamente informada -tal vez desbordada por la saturación de
los múltiples acontecimientos diarios- y no se deja influir fácilmente por una
institución que, además, se contradice constantemente, echando por tierra los
dogmas primigenios, lo que hace que muchos creyentes, desconcertados, empiecen
a dudar de la veracidad de las enseñanzas recibidas y que, hasta hoy y con
verdadera fe, habían sido su camino y su luz.
Los obispos, como prelados
superiores de las distintas diócesis y miembros destacados de la jerarquía de la Iglesia , están
continuamente publicando cartas
pastorales y encíclicas, además
de difundir sus opiniones y comentarios políticos, cuestionando las decisiones
del Gobierno y censurando aquéllas que no responden a sus intereses. Estos
jerarcas, que no se distinguen precisamente por su humildad -virtud cristiana que
ignoran constantemente-, han salido de su ámbito eclesiástico y pretenden
influir, con un descaro inaudito, en la vida política del país. Y lo que es
peor, se creen con pleno derecho.
En mi opinión, como ciudadano y
como creyente -aunque no practicante-, la Iglesia Católica ,
representada por sus cardenales, obispos y sacerdotes, tiene que asumir -como no puede ser de otra forma- su misión apostólica
y pastoral: difundir el Evangelio. Pero, fuera de ese ámbito espiritual y
religioso, no debe intervenir, bajo ningún concepto, en cuestiones políticas y
de Estado.
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