Por Robert Newport
11 diciembre 2007
E
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l siglo XIX está preñado de historias y vivencias de la
vida rural gallega, en la que los humildes campesinos, asfixiados por los
impuestos, se veían obligados a humillarse ante los caciques, implorando la
concesión de préstamos que, incrementados con intereses abusivos, nunca podrían
devolver. Así las cosas, impotentes y desesperados, los pobres
labriegos perdían sus tierras, que pasaban a ser propiedad del prestamista
terrateniente, del que dependerían ya de por vida -ellos y sus descendientes-,
trabajando de sol a sol y alimentándose de lo poco que podía producir el
pequeño huerto que, con su humilde casucha, en el mejor de los casos, todavía les
pertenecía.
Dicho esto, queda
claro que muchas de las posesiones de algunos
terratenientes, eran consecuencia de la usura prestamista, despiadada e
implacable. Se aprovechaban de los
humildes campesinos que se dejaban la salud y la vida en aquella tierra que,
heredada de sus antepasados -deudas
incluidas-, a duras penas les daba para comer.
Esa tierra era toda su fortuna…, toda su vida. Una vida llena de privaciones, de trabajo y
sacrificio. Una vida triste y
resignada. Una vida… para morir. Así transcurrían los días de esta pobre
gente: monótonos, grises y sin ilusión.
Otra vida muy
distinta era la del patrón terrateniente que, sabiéndose poderoso, ejercía,
también, una desmesurada influencia
sobre cuestiones administrativas y políticas.
Pero eso no era todo, ya que su poder llegaba hasta la misma jerarquía
de la Iglesia Católica que, confiando en obtener algún beneficio posterior,
hacía oídos sordos a las súplicas de los campesinos y consentía los abusos de
poder del señor de la Casa Grande -el
cacique-, como si se tratara de un señor feudal con derecho de pernada. Un
verdadero escándalo que la Iglesia, siempre al lado del poder, no se atrevía a
condenar para no perder los favores del terrateniente. Así, el cura del pueblo, aleccionado por su
superior -el obispo de la diócesis correspondiente-, obedecía y se dejaba
manipular, asegurando así una vida cómoda, sin problemas económicos ni de
manutención -comida diaria gratis en la Casa
Grande, con larga sobremesa, y fiestas y banquetes pantagruélicos-, abandonado
a la gula y… a engordar.
Hay que dejar
claro, no obstante, que si algún cura, con verdadera fe, humildad y caridad
cristianas, no se doblegaba a las exigencias estipuladas, era desterrado sin
piedad a la parroquia más pobre de la diócesis, olvidado y sumido para siempre
en una mísera existencia. Esa era la
triste realidad que, con verdadera maestría literaria, algunos escritores de la época tuvieron la
valentía de plasmar en sus obras.
Hoy, en Galicia, en
los albores del siglo XXI, la Iglesia Católica es poseedora de grandes
extensiones de terreno productivo -casas señoriales incluidas-, que aquellos
terratenientes le donaban, en la creencia de que así redimían sus pecados y salvarían
su alma, en lugar de ceder esas tierras a los campesinos que, con sudor y
lágrimas, las trabajaron hasta la extenuación, dejando en ellas la vida.
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