11 febrero 2009
¡No es posible! Gritaba Alex, desesperado. ¿Cómo había
llegado hasta allí? No se veía nada
alrededor, y el horizonte, que se le antojaba muy lejano, era una línea en la
que, difuminados, se unían el cielo estrellado y el paisaje desértico. No
existía nada más.
Torpemente, Alex comenzó a caminar en línea recta hacia
aquel horizonte tan lejano como enigmático. Portaba una deslucida mochila con
alimentos envasados al vacío, y una cantimplora llena de agua. ¡Qué situación
tan absurda e incomprensible!
Caminó durante horas, y el paisaje no cambiaba. Sólo arena
amarillenta que levantaba grandes nubes de polvo a su paso. Estaba bañado en
sudor, y la lengua se le antojó más
gruesa. Cogió la cantimplora, bebió con ansiedad y siguió caminando. El aire
era caliente y el sol empezaba a asomarse por la derecha, lo que indicaba que
Alex iba en dirección norte. Llevó la mano al bolsillo exterior de la vieja
mochila, y dentro de una funda de piel había un manoseado papel plegado: un
mapa, que Alex desplegó muy excitado. No entendía aquella cartografía. A pesar
de la impecable impresión tipográfica, aquellos signos no se correspondían con
ningún alfabeto conocido –Alex era un erudito y un políglota-, y no conseguía
saber qué lugar representaba. Aquello no tenía ningún sentido. Estaba a punto
de volverse loco. De pronto, a pesar de la claridad del día, en el horizonte
empezó a brillar una luz intensa, deslumbrante, que avanzaba hacia él a gran
velocidad. ¿Qué podrá ser? Se preguntaba Alex con asombro. Tal vez, con miedo.
Un miedo que se iba apoderando de él a medida que aquel resplandor se acercaba.
Aquella claridad cegadora, acompañada de un rugido ensordecedor, inundaba todo
el desierto. Alex miraba a ambos lados, intentando escapar. ¿Pero hacia dónde? Imposible
evitar aquel extraño fenómeno. ¡Ya está aquí! ¡Dios mío! ¡Socorro! ¡Socorro!
El día era espléndido. Y el sol, a través del resquicio de
la contraventana, acariciaba la piel de Alex iluminando su rostro.
(Texto revisado el 15 de junio de
2015)
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