Por Robert Newport
23 julio 2008
Aquella tarde de finales de
agosto, Ruth sintió la necesidad de acercarse hasta el
mirador del paseo marítimo, desde el que se ve el mar hasta el infinito, y
sentarse en aquel banco de madera, robusto y confortable, que solían ocupar
ella y Samuel, su marido fallecido cinco años antes, y contemplar la bellísima
puesta de sol que, como todas las tardes con cielo despejado, era el preámbulo
del anochecer.
Ruth, apoyada en la balaustrada,
miraba de soslayo el banco que tantas tardes, en cualquier época del año, fue
testigo de confidencias, de promesas de amor eterno y, también, de algún que
otro enfado…, y no se decidía a sentarse en él hasta que dieran las ocho de la
tarde en el carillón del reloj del ayuntamiento, como solía hacer con el
entonces novio y más tarde marido, Samuel. Mientras tanto, arrullada por el
ruido de las pequeñas olas que rompían contra el malecón, siguió recordando,
con emoción y nostalgia, los años de noviazgo -¡qué jóvenes eran!- en los que,
allí sentados y cogidos de las manos, se decían palabras de amor –en voz baja,
susurrante- y, furtivamente, se besaban con pasión. Hablaban de un futuro,
juntos, siempre juntos. Hablaban, también, de tener hijos: la parejita, decían
sonrientes… ¡Al fin, las ocho! Sonaron, una tras otra, las campanadas del
carillón.
Sentada ya en aquel banco, tan
familiar para ella como el del porche de su casa, una extraña y estremecedora
sensación recorrió todo su cuerpo. ¡Habrá sido la brisa! pensó, y se puso la
chaquetita de punto que siempre llevaba en el bolso o en la mano. ¡Me hace
compañía!, decía siempre con dulzura. La calidez de la prenda la confortó y se
sintió a gusto, arropada, como cuando Samuel la abrazaba con protector cariño.
En ese instante todos los recuerdos se agolparon en su mente. La petición de
mano en casa de sus padres, como mandaban los cánones, nerviosa pero muy
ilusionada. El día de la boda, toda la familia de aquí para allá, con el
barullo de los preparativos. Las amigas, ayudándola a ponerse aquel precioso vestido
de novia. Y, más tarde, hermosa y radiante, su entrada triunfal en la
iglesia... Tras la ceremonia, el banquete nupcial y ¡cómo no! el tradicional
vals. Y las bromas de los amigos. Y el ¡vivan los novios! ¡Qué se besen! ¡Qué
se besen! Qué interminable les parecía todo aquello... Llegó, al fin, el
momento de las despedidas, de los besos y abrazos, de las lágrimas emocionadas…
Y, de nuevo, ¡vivan los novios! ¡Buen viaje! Horas más tarde, en aquel íntimo y
acogedor lugar que habían elegido, comenzaría para ellos la tan anhelada luna
de miel.
La mutua visión de sus cuerpos
desnudos, por primera vez, hizo que se sonrojaran. Quedaron inmóviles,
indecisos... Y, con gran ternura, se fundieron en un emocionado abrazo. El
suave roce de la piel, que los hizo estremecer, fue el preámbulo del abandono
al placer de los sentidos, a la pasión largo tiempo contenida… Al sublime e
indescriptible placer del amor.
La
claridad con la que Ruth recordaba todo aquello llegó a inquietarla. Pero
siguió recreándose en sus recuerdos más íntimos. Necesitaba evocar los momentos
más felices de su vida, como el nacimiento de sus hijos: Esther y Elías. Así
los llamaron, siguiendo la tradición familiar por los nombres bíblicos. Pasaron
los años... Llegó la universidad, y un buen trabajo les permitió independizarse
-abandonar “el nido”, como le gustaba decir a Ruth-, y se casaron. Les dieron
unos nietos preciosos, a los que adoraban. ¡Cómo disfrutaban con aquellos
pequeños diablillos! Ya no podían pedir más.
Pero la
felicidad, como todo en la vida, no dura eternamente. Y Samuel, compañero del
alma y el único hombre al que Ruth había amado con todo su ser, enfermó
repentinamente... Y una tarde de un mes de agosto que se extinguía, rodeado de
sus hijos y nietos, abrazado a su esposa y compañera, sus ojos se cerraron lentamente, bajando el telón del tiempo...
Ruth, en
aquel banco frente al mar, recordaba lo sola que se sentía sin Samuel. La
profunda tristeza en la que se había sumido en los meses siguientes al
fallecimiento de su esposo. Recordaba, también, como sus hijos y nietos le
hacían compañía constantemente tratando de animarla. Pero todo era inútil. Nada
podía compensar la ausencia del hombre al que había querido tanto, al hombre que tanto la había querido a ella.
¡Cómo puede ser tan cruel la vida…! Hoy, precisamente hoy -recordaba Ruth-, se
cumplen cinco años del fallecimiento de Samuel.
Empezaba a anochecer, y la brisa marina era cada vez más fría y húmeda.
La fina chaqueta de punto apenas abrigaba aquel cuerpo de mujer, todavía
esbelto y bello, en el que el dolor y la tristeza, implacables, habían dejado
su huella imborrable. Pero Ruth, instalada en sus recuerdos, tenía la sensación
de encontrarse en un lugar confortable y acogedor. En su rostro, dulce y
sereno, se reflejaba una gran paz interior...
Sobre la pulida lápida de mármol
gris, Esther y Elías, sus queridos hijos, depositaron un ramo de flores frescas
de colores suaves. Ruth, descansaba ya junto a Samuel. Hacía un año que, como
último gesto de amor y generosidad, Ruth se dejó morir en aquel banco de
madera, robusto y confortable, del mirador del paseo marítimo.
(Texto
revisado el 15 de junio de 2015)
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