sábado, 13 de junio de 2015

Evocación (Revisión 2015)


Por Robert Newport
23 julio 2008

Aquella tarde de finales de agosto, Ruth sintió la necesidad de acercarse hasta el mirador del paseo marítimo, desde el que se ve el mar hasta el infinito, y sentarse en aquel banco de madera, robusto y confortable, que solían ocupar ella y Samuel, su marido fallecido cinco años antes, y contemplar la bellísima puesta de sol que, como todas las tardes con cielo despejado, era el preámbulo del anochecer.

Ruth, apoyada en la balaustrada, miraba de soslayo el banco que tantas tardes, en cualquier época del año, fue testigo de confidencias, de promesas de amor eterno y, también, de algún que otro enfado…, y no se decidía a sentarse en él hasta que dieran las ocho de la tarde en el carillón del reloj del ayuntamiento, como solía hacer con el entonces novio y más tarde marido, Samuel. Mientras tanto, arrullada por el ruido de las pequeñas olas que rompían contra el malecón, siguió recordando, con emoción y nostalgia, los años de noviazgo -¡qué jóvenes eran!- en los que, allí sentados y cogidos de las manos, se decían palabras de amor –en voz baja, susurrante- y, furtivamente, se besaban con pasión. Hablaban de un futuro, juntos, siempre juntos. Hablaban, también, de tener hijos: la parejita, decían sonrientes… ¡Al fin, las ocho! Sonaron, una tras otra, las campanadas del carillón.

Sentada ya en aquel banco, tan familiar para ella como el del porche de su casa, una extraña y estremecedora sensación recorrió todo su cuerpo. ¡Habrá sido la brisa! pensó, y se puso la chaquetita de punto que siempre llevaba en el bolso o en la mano. ¡Me hace compañía!, decía siempre con dulzura. La calidez de la prenda la confortó y se sintió a gusto, arropada, como cuando Samuel la abrazaba con protector cariño. En ese instante todos los recuerdos se agolparon en su mente. La petición de mano en casa de sus padres, como mandaban los cánones, nerviosa pero muy ilusionada. El día de la boda, toda la familia de aquí para allá, con el barullo de los preparativos. Las amigas, ayudándola a ponerse aquel precioso vestido de novia. Y, más tarde, hermosa y radiante, su entrada triunfal en la iglesia... Tras la ceremonia, el banquete nupcial y ¡cómo no! el tradicional vals. Y las bromas de los amigos. Y el ¡vivan los novios! ¡Qué se besen! ¡Qué se besen! Qué interminable les parecía todo aquello... Llegó, al fin, el momento de las despedidas, de los besos y abrazos, de las lágrimas emocionadas… Y, de nuevo, ¡vivan los novios! ¡Buen viaje! Horas más tarde, en aquel íntimo y acogedor lugar que habían elegido, comenzaría para ellos la tan anhelada luna de miel.

La mutua visión de sus cuerpos desnudos, por primera vez, hizo que se sonrojaran. Quedaron inmóviles, indecisos... Y, con gran ternura, se fundieron en un emocionado abrazo. El suave roce de la piel, que los hizo estremecer, fue el preámbulo del abandono al placer de los sentidos, a la pasión largo tiempo contenida… Al sublime e indescriptible placer del amor.

La claridad con la que Ruth recordaba todo aquello llegó a inquietarla. Pero siguió recreándose en sus recuerdos más íntimos. Necesitaba evocar los momentos más felices de su vida, como el nacimiento de sus hijos: Esther y Elías. Así los llamaron, siguiendo la tradición familiar por los nombres bíblicos. Pasaron los años... Llegó la universidad, y un buen trabajo les permitió independizarse -abandonar “el nido”, como le gustaba decir a Ruth-, y se casaron. Les dieron unos nietos preciosos, a los que adoraban. ¡Cómo disfrutaban con aquellos pequeños diablillos! Ya no podían pedir más.

Pero la felicidad, como todo en la vida, no dura eternamente. Y Samuel, compañero del alma y el único hombre al que Ruth había amado con todo su ser, enfermó repentinamente... Y una tarde de un mes de agosto que se extinguía, rodeado de sus hijos y nietos, abrazado a su esposa y compañera, sus ojos se cerraron lentamente, bajando el telón del tiempo...

Ruth, en aquel banco frente al mar, recordaba lo sola que se sentía sin Samuel. La profunda tristeza en la que se había sumido en los meses siguientes al fallecimiento de su esposo. Recordaba, también, como sus hijos y nietos le hacían compañía constantemente tratando de animarla. Pero todo era inútil. Nada podía compensar la ausencia del hombre al que había querido tanto,  al hombre que tanto la había querido a ella. ¡Cómo puede ser tan cruel la vida…! Hoy, precisamente hoy -recordaba Ruth-, se cumplen cinco años del fallecimiento de Samuel.

Empezaba a anochecer, y la  brisa marina era cada vez más fría y húmeda. La fina chaqueta de punto apenas abrigaba aquel cuerpo de mujer, todavía esbelto y bello, en el que el dolor y la tristeza, implacables, habían dejado su huella imborrable. Pero Ruth, instalada en sus recuerdos, tenía la sensación de encontrarse en un lugar confortable y acogedor. En su rostro, dulce y sereno, se reflejaba una gran paz interior...

Sobre la pulida lápida de mármol gris, Esther y Elías, sus queridos hijos, depositaron un ramo de flores frescas de colores suaves. Ruth, descansaba ya junto a Samuel. Hacía un año que, como último gesto de amor y generosidad, Ruth se dejó morir en aquel banco de madera, robusto y confortable, del mirador del paseo marítimo. 

(Texto revisado el 15 de junio de 2015)

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