El día 3 de Mayo de 1977, Adolfo Suárez
se dirigía por televisión a los españoles. En un meditado mensaje, informaba
sobre la convocatoria de las primeras elecciones generales libres y anunciaba
su comparecencia a las mismas. Asimismo explicaba las razones de la
legalización del PCE.
Cuando en el verano de 1976 las Cortes
españolas aprobaron la reforma del Código Penal, todos entendimos que el
Partido Comunista, tal y como se presentaba en aquellas fechas, quedaba
afectado por la nueva redacción del artículo 172, y, por tanto, excluido de la
legalidad.
Y con mucha razón, con gran coherencia
lógica, porque, en aquellas circunstancias, el Partido Comunista se definía
como un enemigo declarado, como un grupo que rechazaba completamente las
opciones políticas fundamentales, que definían aquella situación. El Partido
Comunista se colocaba fuera de la legalidad, y como tal debía ser tratado.
Pero ¿quién duda, señores, de que las
circunstancias políticas han cambiado desde aquel momento? ¿Puede alguien dudar
que las normas de convivencia y su aceptación por los partidos políticos han
cambiado sustancialmente? ¿Quién puede negar que fuerzas políticas que entonces
estaban marginadas hoy optan por participar en la normalidad?
Todo esto fue posible porque las mismas
Cortes que en julio entendían clara la exclusión del Partido Comunista, en el
mes de noviembre aprobaban una ley para la Reforma Política
y sobre todo porque ustedes mismos la aprobaron masivamente el pasado 15 de
diciembre.
Esta ley significa un cambio sustancial
en la política española. Al proclamar que establecía un punto de no retorno en
la vida pública.
El destino pasaba a ser el marcado por
el pueblo español; una democracia plena, con una acción política ejercida bajo
el amparo de la Corona
y el imperio de la ley.
El nuevo marco político hizo que muchos
partidos solicitasen su legalización. Entre ellos figuró el Partido Comunista, quien presentó unos estatutos
perfectamente legales, no contradichos en su conducta pública en los últimos
meses.
Ante esta voluntaria solicitud de
someterse a las reglas de juego del Estado, al Gobierno le cabían tres
opciones: el rechazo, que sería
incoherente con la realidad de que el Partido comunista existe y está
organizado; la lucha contra él, que
sólo se podría ejercer por la represión; por último, aplicar la legalidad, recabando
la información jurídica oportuna para comprobar si encajaba o no encajaba en la
ley.
La conclusión, después de la sentencia
del Tribunal Supremo y del dictamen del Fiscal del Reino, ha sido que no había
contraindicación legal para su inscripción en el Registro. Dado que ni el
gobierno ni nadie puede juzgar sospechas, sino conductas, y la conducta era
compatible con la ley, el Gobierno procedió a la legalización.
Acepto por completo la responsabilidad
de esta decisión, que se fundó en dos principios básicos: el del realismo y el
del patriotismo. Realismo, porque entiendo que no es buena política la que se
basa en cerrar los ojos a lo que existe; patriotismo, porque el servicio que en
estos momentos nos exige España es aclarar las reglas del juego y numerar a los
participantes.
Mal podríamos entrar en una campaña
electoral sin saber dónde está cada uno de los grupos o partidos políticos. Mal
podríamos intentar que el Estado fuera sólido, si no lo creemos capaz y lo
hacemos capaz de albergar en su seno y en sus instituciones a todas las fuerzas
políticas que aceptan la legalidad de ese mismo Estado. Mal podríamos, señores,
mirar a nuestro futuro de concordia si dejásemos que hubiese una acción
política socavando los cimientos, en lugar de sacarla con todos los derechos,
pero también con todas las obligaciones, a la luz del día.
La política, señoras y señores, si
queremos que sea positiva, no se debe hacer a base de sentimientos, sino sobre
los datos de la realidad. Una gran nación no se construye sólo sobre nobles
impulsos del corazón, sino con el estudio detallado de los hechos.
Sería paradójico, por ejemplo, que
cuando hemos establecido relaciones diplomáticas plenas con los países del Este,
mantuviésemos al margen de la ley a aquellos comunistas del interior que
aceptan una convivencia legal. Sería
paradójico que, queriendo hacer una democracia en la normalidad, marginásemos
deliberadamente a quienes aseguran desear participar en ella.
Pienso que sólo la ley puede marcar los
caminos. Y en este sentido, el Gobierno recuerda el principio de la igualdad de
todos ante la ley y está dispuesto a aplicarla con el máximo rigor en defensa
de la unidad de España, de la institución monárquica, así como impedir el
establecimiento de cualquier sistema totalitario, o la subversión del orden y
de la paz pública, independientemente de la ideología de quienes lo intenten,
como creo que este Gobierno ya demostró.
En cuanto al Partido Comunista o
cualquier otro, si su conducta posterior -directa o indirectamente- incurriera
en ilegalidad, pueden tener ustedes la seguridad de que caería sobre ellos todo
el peso de la ley.
Yo, señores, no sólo no soy comunista,
sino que rechazo firmemente su ideología, como la rechazan los demás miembros del Gabinete que
presido. Pero sí soy demócrata, y
sinceramente demócrata. Por ello pienso que nuestro pueblo es suficientemente
maduro -y lo demuestra a diario- como para asimilar su propio pluralismo.
Pienso que este pueblo no quiere
encontrarse fatalmente obligado a ver las cárceles llenas de gente por motivos
ideológicos. Pienso que en una democracia todos somos vigilantes de nosotros
mismos, testigos y jueces de nuestros actos públicos; que hemos de instaurar el
respeto a las minorías legales; que entre todos los derechos y los deberes de
la convivencia figura el de aceptar al adversario y, si hay que hacerle frente,
hacérselo en competencia civilizada.
Fuente: FUE
POSIBLE LA CONCORDIA , Adolfo Suárez.
Edición de Abel Hernández. ESPASA.
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