05 julio 2014
En la segunda mitad de los años ’40 del siglo
pasado -época hasta donde alcanzan mis recuerdos-, las gabarras formaban parte del
paisaje marítimo en la dársena de O Cavadelo, entre el Muelle de Hierro y el
Muelle del Comercio o Muelle de los Carabineros. Allí estaban, con su
impresionante presencia, aproadas hacia la ría, echada el ancla, y amarradas de
popa a las argollas del malecón. Aquellas enormes y robustas embarcaciones,
cuya bodega ocupaba la totalidad del casco, carecían de autonomía. Recuerdo que
grandes botes de remos, con tripulaciones de expertos y fornidos remeros, se
encargaban de remolcarlas. En ocasiones, supongo que dependiendo de la carga y
del estado de la mar, lanchas motoras sustituían a los botes.
Aquellas formidables gabarras, que formaban
parte de la logística creada en torno al comercio marítimo, eran el único medio
para transbordar las grandes cargas desde y hasta los buques mercantes que, en
aquellos años, al carecer Vilagarcía de la necesaria infraestructura portuaria,
se veían obligados a permanecer fondeados en medio de la ría. Otras
embarcaciones, conocidas como galeones, de menor tamaño que las gabarras
-generalmente dotadas de motor y velas-, aunque con una considerable capacidad
de carga, se abarloaban al costado de aquellos buques para transbordar
mercancías de menor entidad.
‘Lantero e Hijos’ y ‘Reboredo’, tenían sus
propias gabarras. Se diferenciaban de las demás porque, en cada amura -babor y
estribor-, llevaban rotulada una letra de gran tamaño: ‘L’, las
correspondientes a ‘Lantero’; y ‘R’, la de ‘Reboredo’. Aquel distintivo
corporativo, en color blanco sobre la oscura madera, hacía que destacaran en la
lejanía.
Como complemento de la logística marítimo-portuaria
de entonces, las agencias consignatarias disponían de sus propias lanchas
motoras para desplazarse hasta los buques fondeados en la ría. Comprobar la
carga, realizar las pertinentes diligencias documentales y, también, trasladar
a tierra al capitán, oficiales o a cualquier miembro de la tripulación, eran
algunos de los servicios que prestaban.
Otros recuerdos imborrables, me retrotraen a aquella
dársena de mi niñez -a pocos metros del garaje de mi abuelo-, donde el mar acunaba,
lenta y acompasadamente, las pesadas gabarras, los galeones y las lanchas
motoras. También los botes de remos de las gabarras, y pequeñas embarcaciones
auxiliares que danzaban frenéticas sobre el agua. Todo un espectáculo en
movimiento. Pero cuando el mar se retiraba, y aquellas embarcaciones reposaban inertes
sobre la arena, se desvanecía el encanto y todo se tornaba quietud y abandono. Se
acababa el espectáculo... Las gabarras, majestuosas, permanecían en pie con
dignidad. Pero otras embarcaciones, tumbadas a la bartola sobre uno de los
costados, perdían la compostura. Únicamente las pequeñas gamelas, siguiendo el
ejemplo de las gabarras, permanecían erguidas... Horas más tarde, a medida que la
marea iba cubriendo de nuevo el arenal, los barcos despertaban de su letargo, desperezándose
con lentitud, y retornaban al acompasado balanceo. Y otra vez, con renovadas
energías, las cuadernas volvían a crujir. Así, una vez más, comenzaba el
espectáculo.
Tuve la oportunidad de pisar la cubierta de
una de aquellas gabarras, y recuerdo el vértigo que experimenté al observar la
profundidad de la inmensa bodega, a través de una de las amplias escotillas de
carga y descarga. También, partiendo desde el Muelle de los Carabineros en las
lanchas motoras de ‘Buhigas’ (Ybarra y Cía.) y de ‘González Alegre’ (Compañía Trasmediterránea),
pude subir a bordo de algunos buques, mercantes y de pasaje, fondeados en nuestra
ría. Aún recuerdo la grata impresión que me causó entrar por primera vez en el lujoso
comedor del pasaje de uno de aquellos buques. Una estancia con amplios
ventanales, luminosa y acogedora. Su alfombrada escalinata, lucía accesorios y
pasamanos de lustroso bronce. El suelo y las paredes, revestidos de cuidadas
maderas nobles, recordaban los aristocráticos salones de las mansiones inglesas.
Tanto las mesas, que tenían las patas ancladas al suelo mediante sujeciones
fijas de bronce pulido; como las sillas, igualmente sujetas al suelo con
enganches centrales removibles, estaban construidas en madera de teca
procedente de las Indias Orientales, según nos comentó el capitán que, amablemente,
se había ofrecido a acompañarnos en todo el recorrido. Siguiendo el restringido
itinerario previamente establecido, cruzando pasarelas y bajando escaleras
metálicas, llegamos al corazón del buque: la Sala de Máquinas. Me impresionó ver aquel motor
gigantesco y, del mismo modo, el enorme generador (dinamo) para el suministro de
energía eléctrica a todo el barco. Ahora bien, el broche de oro de aquella
visita, sin duda alguna, fue subir al Puente de Mando. A los ojos del niño que
era, aquel lugar me pareció fantástico. La instrumentación, aunque precaria si
la comparamos con la actual de cualquier buque, me dejó sin palabras. El reluciente
cilindro vertical de la bitácora, cerca de la rueda del timón; el radar, el
equipo transmisor-receptor... El panorama que desde allí se divisaba: la
cubierta de la zona de proa y la inmensidad del mar, lo recuerdo como algo
indescriptible. Me dejé llevar por el entusiasmo, y me imaginé en aquel puente,
surcando mares y océanos, consultando cartas náuticas, trazando rumbos, calculando
derrotas y corrigiendo derivas. Me imaginé, también, navegando en condiciones meteorológicas
adversas, con fuertes vientos y mar arbolada, capeando temporales. Y, cómo no, con
mar en bonanza, surcando la inmensidad del océano... Tenía sólo nueve años, y aún
me estaba permitido soñar.
El último buque que recuerdo haber visitado
(año 1957), propiedad de la Compañía
Trasmediterránea , fue el ‘Ciudad de Oviedo’. Era un buque
mixto, de carga y pasaje, de avanzado diseño para la época, con proa lanzada y
popa de crucero. El casco y la chimenea baja, a diferencia de otros barcos que
conocía, guardaban proporciones armónicas. Medía 115,62 metros de
eslora, 15,60 metros
de manga, 8,47 metros
de puntal a la cubierta principal y un calado en carga de 7,55 metros . Tenía un
peso muerto de 4.500 toneladas, y desplazaba 8.200 toneladas a máxima carga. Disponía
de tres cubiertas, y capacidad para 90 pasajeros distribuidos en tres clases.
Su velocidad de servicio era de 17 nudos, propulsado por un motor principal
Burmeister & amp; Wain, de 6.125 BHP. Aquella fue mi última ‘singladura’...
Seguiremos añorando la cercanía
de aquel mar que nos invitaba a soñar con viajes imaginarios, aunque no
imposibles. Su placentera contemplación, con la mirada perdida en la lejanía,
nos serenaba. Su aroma salino, cual necesidad vital, nos confortaba. Lo
necesitábamos para respirar... Lo necesitamos, todavía, para continuar sintiéndonos
vivos.
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