07 junio 2014
En
aquellos años de mi niñez (final de los ’40 y principio de los ’50), existían
en Vilagarcía las llamadas ‘Bandas de Barrio’ -alguna de cierto ‘prestigio’-,
entre las que destacaban las de los barrios de O Castro, O Ramal, Ravella, San
Roque… Pero -¡ojo!-, nada tenían que ver con las actuales ‘Bandas Urbanas’. Que
nadie se imagine a grupos radicales como los que, lamentablemente, en los
últimos tiempos, acostumbramos a ver en las manifestaciones en las grandes
ciudades. Nada más lejos. Únicamente se trataba de ‘crios’ (de 7 a 9 años, excepto el jefe que
tendría unos 12 años) que, de vez en cuando se liaban a pedradas, directamente
o con tirachinas, contra los miembros de otra Banda, como entretenimiento
seudobélico de acción directa.
En
más de una ocasión, para qué negarlo, aquellas ‘batallas campales’ acababan con
‘heridas de guerra’ cuyas cicatrices quedaron como recuerdo imborrable -nunca
mejor dicho-, para toda la vida, como testimonio de una niñez sin televisión,
sin consolas ni ordenadores, sin teléfonos móviles… Eran juegos primitivos, sin
llegar a ser salvajes; aunque, si bien es cierto que calificarlos de cruentos
sería exagerado, tampoco estaban exentos de riesgo.
Recuerdo
que la fuente de O Castro, que ya entonces carecía de caños y de agua, era el
‘arsenal’ de cantos rodados para las guerrillas de la Banda de O Castro. Toda la
‘munición’ se iba almacenando en aquel enorme y pétreo depósito de
configuración octogonal.
Yo,
aunque pertenecía a la Banda ,
únicamente colaboraba en el aprovisionamiento de la munición. También
suministraba las tiras de caucho para los tirachinas, que recortaba de
neumáticos inservibles del taller de mi abuelo. Pero nunca participaba en las
guerrillas, porque no comprendía el motivo por el que se entablaban aquellas
contiendas sin sentido, previamente concertadas, sin existir ningún motivo
aparente que las justificara. Sin embargo, una tarde en la que, al parecer, la
contienda se temía que fuera muy violenta, el jefe de la Banda , del que no recuerdo su
nombre ni su cara, me dijo que hacían falta todos los efectivos; y que, si no
era un cobarde, tenía que ir a ‘luchar’ como los demás. Aquella orden,
totalmente inesperada, me produjo cierta inquietud; sobre todo, pensando en el
disgusto -¡uno más!- que les daría a mis abuelos si resultaba herido.
Aquella
tarde gris y desapacible, a la hora prevista, pertrechados con unas
rudimentarias bolsas de tela, con bandolera -que nosotros mismos habíamos
confeccionado-, llenas de munición a reventar, y con el tirachinas en el
bolsillo del pantalón, partimos hacia el ‘campo de batalla’: el Jardín de
Ravella.
Cuando
llegamos, los componentes de la
Banda de Ravella nos estaban esperando. Por el abultado
aspecto de sus bolsas y bolsillos, se deducía que también ellos habían hecho un
gran acopio de munición. Los jefes de ambas Bandas se saludaron y, después de
un breve parlamento, regresaron a sus puestos de mando. Cada jefe distribuyó,
estratégicamente, a sus ‘guerrilleros’, designando un vigilante por si aparecía
un guardia municipal. A la orden de “¡al ataque!”, empezaron a llover piedras
en ambas direcciones. Era mi primera guerrilla; y, entre otras sensaciones,
estaba ‘alucinado’. Desde mi posición, agazapado detrás de uno de los árboles
del paseo central del jardín, observaba el desarrollo de la contienda sin
atreverme a lanzar una sola piedra. Me preguntaba, ¿qué demonios hacía allí si
nadie me había provocado ni ofendido? ¿Por qué tenía que lanzarles piedras que
podían dañarle un ojo o, en el mejor de los casos, hacerle un ‘chichón’ en la
cabeza? ¿Por qué tenía que exponerme a recibir una de aquellas pedradas? Los
gritos del jefe de mi Banda, que me observaba desde su posición, me devolvieron
a la realidad de la contienda: “¡Roberto, coño, dispara!” “¡Neutraliza a aquellos
tres de la derecha!” “¡Me estoy quedando sin munición…!”. No sé de dónde saqué
el valor, pero mi tirachinas parecía un arma de repetición. Cargaba, me asomaba
y disparaba. Así, una y otra vez, como si me fuera la vida en ello. Recibí
varios impactos, afortunadamente sin importancia, en los dedos de mi mano
derecha y en el brazo. Por mi parte, en mi frenético lanzamiento, herí a un
contrario en la parte alta de la frente; a otro, en una mejilla; y a un
tercero, en una oreja.
Afortunadamente
para nosotros, no hizo acto de presencia ninguna autoridad municipal; que, de
haberse presentado, nos habría puesto las cosas muy difíciles. Al mismo tiempo,
la desapacible meteorología propició que no hubiera gente en el Jardín. Aquella
tarde, los astros se alinearon a nuestro favor.
El
combate se mantuvo hasta que ambos bandos agotamos las municiones. Llegado ese
momento, nos replegamos. Las bajas, escasas y de poca importancia, fueron
equiparables. No hubo vencedores ni vencidos.
Después
de aquella experiencia, de la que, por fortuna, salí indemne, decidí que
carecía de sentido seguir perteneciendo a una Banda de Barrio, y dí por
concluida mi militancia.
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