domingo, 8 de junio de 2014

Bandas de Barrio












Por Robert Newport
07 junio 2014

En aquellos años de mi niñez (final de los ’40 y principio de los ’50), existían en Vilagarcía las llamadas ‘Bandas de Barrio’ -alguna de cierto ‘prestigio’-, entre las que destacaban las de los barrios de O Castro, O Ramal, Ravella, San Roque… Pero -¡ojo!-, nada tenían que ver con las actuales ‘Bandas Urbanas’. Que nadie se imagine a grupos radicales como los que, lamentablemente, en los últimos tiempos, acostumbramos a ver en las manifestaciones en las grandes ciudades. Nada más lejos. Únicamente se trataba de ‘crios’ (de 7 a 9 años, excepto el jefe que tendría unos 12 años) que, de vez en cuando se liaban a pedradas, directamente o con tirachinas, contra los miembros de otra Banda, como entretenimiento seudobélico de acción directa.

En más de una ocasión, para qué negarlo, aquellas ‘batallas campales’ acababan con ‘heridas de guerra’ cuyas cicatrices quedaron como recuerdo imborrable -nunca mejor dicho-, para toda la vida, como testimonio de una niñez sin televisión, sin consolas ni ordenadores, sin teléfonos móviles… Eran juegos primitivos, sin llegar a ser salvajes; aunque, si bien es cierto que calificarlos de cruentos sería exagerado, tampoco estaban exentos de riesgo.

Recuerdo que la fuente de O Castro, que ya entonces carecía de caños y de agua, era el ‘arsenal’ de cantos rodados para las guerrillas de la Banda de O Castro. Toda la ‘munición’ se iba almacenando en aquel enorme y pétreo depósito de configuración octogonal.

Yo, aunque pertenecía a la Banda, únicamente colaboraba en el aprovisionamiento de la munición. También suministraba las tiras de caucho para los tirachinas, que recortaba de neumáticos inservibles del taller de mi abuelo. Pero nunca participaba en las guerrillas, porque no comprendía el motivo por el que se entablaban aquellas contiendas sin sentido, previamente concertadas, sin existir ningún motivo aparente que las justificara. Sin embargo, una tarde en la que, al parecer, la contienda se temía que fuera muy violenta, el jefe de la Banda, del que no recuerdo su nombre ni su cara, me dijo que hacían falta todos los efectivos; y que, si no era un cobarde, tenía que ir a ‘luchar’ como los demás. Aquella orden, totalmente inesperada, me produjo cierta inquietud; sobre todo, pensando en el disgusto -¡uno más!- que les daría a mis abuelos si resultaba herido.

Aquella tarde gris y desapacible, a la hora prevista, pertrechados con unas rudimentarias bolsas de tela, con bandolera -que nosotros mismos habíamos confeccionado-, llenas de munición a reventar, y con el tirachinas en el bolsillo del pantalón, partimos hacia el ‘campo de batalla’: el Jardín de Ravella.

Cuando llegamos, los componentes de la Banda de Ravella nos estaban esperando. Por el abultado aspecto de sus bolsas y bolsillos, se deducía que también ellos habían hecho un gran acopio de munición. Los jefes de ambas Bandas se saludaron y, después de un breve parlamento, regresaron a sus puestos de mando. Cada jefe distribuyó, estratégicamente, a sus ‘guerrilleros’, designando un vigilante por si aparecía un guardia municipal. A la orden de “¡al ataque!”, empezaron a llover piedras en ambas direcciones. Era mi primera guerrilla; y, entre otras sensaciones, estaba ‘alucinado’. Desde mi posición, agazapado detrás de uno de los árboles del paseo central del jardín, observaba el desarrollo de la contienda sin atreverme a lanzar una sola piedra. Me preguntaba, ¿qué demonios hacía allí si nadie me había provocado ni ofendido? ¿Por qué tenía que lanzarles piedras que podían dañarle un ojo o, en el mejor de los casos, hacerle un ‘chichón’ en la cabeza? ¿Por qué tenía que exponerme a recibir una de aquellas pedradas? Los gritos del jefe de mi Banda, que me observaba desde su posición, me devolvieron a la realidad de la contienda: “¡Roberto, coño, dispara!” “¡Neutraliza a aquellos tres de la derecha!” “¡Me estoy quedando sin munición…!”. No sé de dónde saqué el valor, pero mi tirachinas parecía un arma de repetición. Cargaba, me asomaba y disparaba. Así, una y otra vez, como si me fuera la vida en ello. Recibí varios impactos, afortunadamente sin importancia, en los dedos de mi mano derecha y en el brazo. Por mi parte, en mi frenético lanzamiento, herí a un contrario en la parte alta de la frente; a otro, en una mejilla; y a un tercero, en una oreja.

Afortunadamente para nosotros, no hizo acto de presencia ninguna autoridad municipal; que, de haberse presentado, nos habría puesto las cosas muy difíciles. Al mismo tiempo, la desapacible meteorología propició que no hubiera gente en el Jardín. Aquella tarde, los astros se alinearon a nuestro favor.

El combate se mantuvo hasta que ambos bandos agotamos las municiones. Llegado ese momento, nos replegamos. Las bajas, escasas y de poca importancia, fueron equiparables. No hubo vencedores ni vencidos.

Después de aquella experiencia, de la que, por fortuna, salí indemne, decidí que carecía de sentido seguir perteneciendo a una Banda de Barrio, y dí por concluida mi militancia.

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