Por Robert Newport
18 febrero 2014
En esta tercera y última entrega, mis recuerdos se detendrán en una calurosa tarde de verano en la que mi abuelo, a través de didácticas y pedagógicas explicaciones, acompañadas de diseños demostrativos que él mismo iba dibujando con tiza sobre aquel encerado al que hice referencia en la primera entrega, me reveló una interesante faceta de su dilatada trayectoria profesional: los intentos fallidos, orientados a lograr una máquina de ‘movimiento continuo’ (máquina que produce su propia energía para seguir moviéndose). ¡Nada más y nada menos! Una quimera que obsesionó a mi abuelo durante algún tiempo (años ’30 del siglo pasado), con un significativo coste económico, como le ocurrió a una ‘legión’ de inventores, imaginativos y soñadores, en todo el mundo.
Supuestamente, las máquinas de ‘movimiento continuo’ o ‘movimiento perpetuo’, después de un impulso inicial inducido, continuarían funcionando, ininterrumpidamente, sin necesitar ningún tipo de energía externa. Es comprensible, por tanto, que inventores de todo el planeta hayan intentado crear una máquina de esas características. Pensaban que, si tenían éxito, la máquina únicamente se detendría, temporalmente y de manera provocada, para reponer aquellas piezas que acusaran el natural desgaste por efecto de uno de los principios elementales de la Física: el rozamiento o fuerza de fricción. Pero no repararon, presumiblemente, en que ese mismo efecto de rozamiento es el que hace que cese el movimiento si no existe energía externa adicional. No obstante, no cabe ninguna duda de que los errores cometidos en los múltiples diseños realizados por tantos inventores, así como los intentos para subsanarlos, contribuyeron en gran medida al desarrollo de la parte de la Física que estudia las transformaciones de la energía: la termodinámica. Pero creo que este no es el momento de abundar en explicaciones científicas.
Aquella utópica, pero imaginativa, ‘fiebre’ seudocientífica llevó a mi abuelo a construir diferentes mecanismos, cada cual más complejo, utilizando en todos ellos piezas totalmente nuevas: bulones y casquillos, ejes y rodamientos, cadenas de transmisión y de cangilones, catalinas y piñones de bicicleta… Toda una gama de recambios originales, con el objeto de asegurar el perfecto funcionamiento de los distintos grupos mecánicos: articulaciones y transmisiones. Era tal su obsesión -según me contó aquella tarde estival- que, ante la imposibilidad de encontrar los recambios en Vilagarcía, en más de una ocasión tuvo que desplazarse a Santiago de Compostela. Y, a pesar de los sucesivos fracasos, él volvía a intentarlo una y otra vez…
En los años ’50 del siglo pasado, la revista ‘Mecánica Popular’ -edición en español de la americana ‘Popular Mechanisc’-, en un artículo de Robert E. Paquin, titulado ‘No crea usted en el Movimiento Continuo’, se hacía eco de algunas de aquellas máquinas que, también, mi abuelo había construido.
Lamento, profundamente, no haber podido presenciar la construcción e inicial puesta en marcha de aquellos mecanismos. Yo, aún no había nacido. Pero conociendo el entusiasmo, pulcritud y profesionalidad con que mi abuelo realizaba su trabajo, en el que nunca hubo espacio para la improvisación, aquellos aparatos tuvieron que ser, sin duda alguna, auténticas máquinas de precisión.
Con estos tres capítulos de ‘Garaje La Playa’, además de expresar mi gran admiración, he pretendido rendir un merecido homenaje a Ramón Porto Rey, mi abuelo materno. In memóriam.
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