28 marzo 2013
En
la Guerra de
Marruecos o Guerra del Rif (1909 - 1927), que se desarrolló en el norte de
Marruecos en contra de la ocupación colonial española, estuvo Ramón Porto Rey,
mi abuelo materno. Él no solía hablar de aquella contienda. Recordaba, con tristeza,
que allí perdió a muchos compañeros y a más de un amigo. Pero una noche de
sábado, en la sobremesa inmediata a la cena, me relató lo acontecido una noche
“memorable” en aquella campaña del norte de África.
El
día había transcurrido relativamente tranquilo, exceptuando un conato de
escaramuza protagonizado por los rifeños. El calor, como todos los días, era la
nota dominante. Estaban sudorosos, con la ropa pegada al cuerpo, y los
uniformes tenían un aspecto lamentable. A medida que se iba apagando el día,
una ligera brisa empezaba a soplar refrescando el ambiente. Cenaron, de acuerdo
con los turnos establecidos, y se disponían a pasar la noche en las trincheras,
vigilantes, con los ojos clavados en las alambradas que, a una distancia
prudencial, les proporcionaban cierta protección y una relativa tranquilidad.
La
oscuridad era cada vez mayor, y la visibilidad se había vuelto prácticamente
nula. El silencio era tan absoluto que permitía oír la respiración de los atrincherados soldados. De repente, aquel
silencio se vio alterado por un ligero ruido que parecía provenir de las
alambradas. Se sucedieron algunos más, con pequeños intervalos, y el sargento
decidió alertar al oficial de guardia. La visibilidad ya era inexistente. Un
nuevo ruido, seguido de varios más, hizo pensar que los moros se arrastraban
tratando de cruzar las alambradas. El murmullo que llegaba de aquella zona era
ya tan evidente, que el oficial no dudó en dar la orden: ¡Fuego a discreción!
¡Fuego a discreción! Aquellos hombres, suponiendo que se trataba de un ataque
de los rifeños, comenzaron a disparar, enardecidos. Los cerrojos de aquellos
fusiles, accionados con destreza cuasi profesional, expulsaban los casquillos
que, inexorablemente, se iban acumulando en el fondo de las trincheras. Así
permanecieron durante largo tiempo, disparando sin tregua… La tensión acumulada
había producido tal excitación entre la tropa, que, poseídos de un desaforado
entusiasmo, desoyeron la orden que el oficial había dado de dejar de disparar.
¡Alto el fuego! ¡Alto el fuego! Se corrió la voz a lo largo de las trincheras.
Cuando
cesaron los disparos y se hizo de nuevo el silencio, los soldados atrincherados
-que no habían sufrido ni un rasguño-, se preguntaban cuántos muertos del
enemigo se iban a encontrar por la mañana…
Con
las primeras luces del alba, se procedió a inspeccionar la zona de las
alambradas. Sorprendentemente, no había ningún indicio de que los moros
hubieran intentado cruzar por allí la noche anterior. Los ruidos, motivo de la
alarma, habían sido producidos por papeles y desperdicios que, enganchados en
las alambradas y agitados por el viento, hicieron suponer que se trataba de una
incursión nocturna del enemigo. Un enemigo imaginario. Sin embargo, la
incesante descarga de la fusilería había causado otro tipo de bajas: los mulos
de carga estaban despanzurrados, en aquel suelo polvoriento, con múltiples
impactos de bala en sus cuerpos inertes; los carros, en los que se
transportaban las cocinas y el avituallamiento, habían quedado destrozados; los
enseres: sartenes, perolas y demás recipientes, estaban tan agujereados que
parecían coladores; el aljibe del agua, igualmente perforado por las balas, ya
sólo contenía un tercio de su capacidad…
Aquella frenética y ruidosa noche, “festival” de disparos incontrolados,
se cubrieron de “gloria”… Aquel episodio vino a confirmar, una vez más, que en
la oscuridad de la noche todos los gatos son pardos.
Por lo que ocurrió, los burros también son pardos.
ResponderEliminarUn saludo,
Tu primo segundo
Si eres quién yo supongo, anónimo comunicante, nuestro parentesco es de tercer grado (familiar, no penitenciario). Agradezco tu comentario, naturalmente, pero me gustaría que en los próximos -si los hay- hicieras constar tu nombre. Responder a un 'anónimo', y hablar con un contestador automático, me irrita sobremanera.
EliminarUn cordial saludo.
Roberto