17 octubre 2012
El
embarcadero de piedra de O Cavadelo, también conocido como ‘Rampa de los
Carabineros’ –pues existía una caseta de madera con tejado de zinc, que los
Carabineros (Guardia Civil del Mar) utilizaban como puesto de vigilancia-,
estaba justo enfrente del garaje-taller de Ramón Porto Rey (mi abuelo materno)
y del Bar Xesteira, cuyas edificaciones fueron demolidas para abrir la actual
Rúa Conde de Vallellano.
En
aquel pequeño muelle, situado a pocos metros de la desaparecida Estación
Sanitaria del Puerto y de la actual ‘Praza da Peixería’, los días de mercado,
cuando la marea lo permitía –por la mañana o por la tarde-, había un gran
movimiento de mercancías diversas que se cargaban en las lanchas motoras allí
atracadas, principalmente de Rianxo y Boiro. También, en verano y con la
pleamar, era un lugar ideal para zambullirse, pues el nivel del mar quedaba a
dos palmos de la parte superior de este muelle. Y, cómo no, para la práctica de
la pesca con caña…
Conservo
en mi memoria, además de muchas jornadas de pesca durante las vacaciones de
verano, aquella tarde de un mes de marzo bonancible, en compañía de mi amigo
Juan Búa (tristemente, fallecido) –que además de vecinos, en la aledaña calle
Juan García, también éramos compañeros de travesuras infantiles-, en la que
decidimos acercarnos hasta las citadas lanchas motoras, cuyos patrones eran
viejos conocidos, y subimos a bordo de una de ellas. Para no molestar en las
faenas de carga, nos sentamos con las piernas colgadas por el exterior de la
borda de babor, que era la cercana al muelle, a cierta distancia del tablón de
madera por el que se deslizaba la mercancía. La embarcación subía y bajaba,
lenta y cadenciosamente; y nosotros, atentos a aquel movimiento acompasado,
levantábamos las piernas para no mojarnos los zapatos. Así estuvimos largo
rato, contemplando las idas y venidas de los porteadores y del
acondicionamiento, en la pequeña bodega, de la carga más ligera y delicada; y,
sobre la cubierta, de los toneles de vino y bidones de aceite. Pero, con la
inquietud propia del niño que era, tal vez queriendo emular a algún intrépido
héroe de película, se me ocurrió la “genialidad” de proponerle a mi amigo, que,
aprovechando el movimiento de subida de la motora, y permaneciendo sentados en
la borda, mediante un impulso (imposible), a ver si conseguíamos alcanzar la
parte superior del muelle, y subir... Juan Búa, intuyendo que se trataba de una
idea descabellada -lo que se confirmó posteriormente ¡Y de qué manera!-,
propuso que lo intentara yo primero… Esperé a que el movimiento del mar elevara
al máximo la embarcación, impulsé el cuerpo con todas mis fuerzas –habida
cuenta que los pies no tenían apoyo-, y conseguí alcanzar la parte superior del
muelle, apoyando el antebrazo izquierdo y agarrando mínimamente el borde con la
mano derecha. Sin embargo, a pesar de mis titánicos y desesperados esfuerzos
(más desesperados que titánicos, ciertamente), no pude evitar que la mano se
deslizara sobre la arenilla que había en la superficie; y que el antebrazo,
dolorido por el sobreesfuerzo y el roce con la arenilla, también fuera
resbalando… Y me caí al mar.
Yo,
aún no sabía nadar. Y en el agua, entre la embarcación y el muelle, gritando a
pleno pulmón, emergía con los brazos elevados. En cada inmersión, debido a que
tenía la boca abierta para gritar, tragaba una desmedida cantidad de agua
salada; lo que me provocaba fuertes náuseas y me impedía coger suficiente aire.
Antes de iniciar la tercera inmersión, y con el estómago que parecía un aljibe
de agua de mar, los dos patrones de las lanchas motoras consiguieron agarrarme
de las manos -en ningún momento dejé de alzar los brazos-, y me sacaron a la
superficie. Y allí estaba yo, tendido sobre aquel muelle de piedra, con unas
desagradables arcadas que provocaron la expulsión del agua contenida en mi
estómago. La sensación de alivio que sentí fue muy gratificante.
Alguien
había ido a avisar a mi abuelo, que se encontraba en el garaje-taller. Llegó
muy excitado, temiéndose lo peor… Ayudado por los dos hombres que, sin duda
alguna, me habían salvado la vida, conseguí ponerme en pie. Mi abuelo, tras
darles las gracias a los patrones, me reprendió muy duramente y, por primera y
única vez en la vida, me dio unos azotes. Seguidamente, me acompañó a casa. Mi
abuela Encarnación y mi tía Mercedes, una vez superada la impresión del momento,
me quitaron la ropa –que, como es natural, estaba empapada-, y me bañaron. Tras
el baño en agua templada, me secaron convenientemente; y, a continuación, me
frotaron enérgicamente pecho y espalda con alcohol. Durante todo el proceso,
como no podía ser de otra forma, mi abuela también me reprendió con gran
dureza. ¡Menudo disgusto les di aquel día a mis abuelos!
Aunque
por mi estatura parecía mayor, todavía no había cumplido los siete años. En el
verano de aquel año…, aprendí a nadar.
Se me ha puesto la carne de gallina...el resultado del relato es de escalofrío, pero mucho más si me pongo en la piel de tus abuelos. No quiero ni pensar en todo lo que le pasó a tu abuelo por la cabeza cuando le dijeron lo que había pasado. Pensaría en tus padres...Creo que los azotes estuvieron bien justificados. Menos mal que todo se quedó en un susto. Y espero que desde ese día fuiste al más prudente. Saludos
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