21 septiembre 2012
Haber nacido y vivido en
contacto visual directo y permanente con el mar, lo mismo en condiciones
meteorológicas favorables como adversas, moldea el carácter de las personas.
El piso en el que vivía con mis
abuelos, tenía una galería acristalada -con ventanas tipo “guillotina”-,
asomada a la otrora denominada ‘Calle de Ramiro Cores’ (hoy, Avenida de la Marina ), a unos 15 metros del borde del
mar. Al otro lado de la calle, a la izquierda, la Plaza de la Pescadería. A
la derecha, la Estación Sanitaria
del Puerto. Enfrente, sólo el mar, las islas Malveiras y Barbanza. También se
veía, majestuoso, el emblemático Muelle de Hierro.
Cuando el invierno cobraba
fuerza y la llegada de una galerna era inminente, recuerdo como tras los
ventanales de aquella galería, contemplaba emocionado aquellos meteoros que,
invariablemente, se sucedían todos los inviernos. Al atardecer, el cielo se
oscurecía repentinamente y comenzaba a
soplar una brisa suave, que, poco a poco, se iba intensificando hasta
convertirse en fuerte viento. Los focos del alumbrado público comenzaban a
oscilar lentamente, imitando el vaivén de una campana, hasta alcanzar un
movimiento frenético. Todo lo que había en la calle: papeles y materiales
ligeros diversos, emprendía un vuelo disparatado, arremolinándose sin control.
Y el mar, que se encontraba en marea alta, comenzaba moviéndose
cadenciosamente, en lento vaivén, acrecentándose a medida que el viento
arreciaba, hasta convertirse en fuerte marejada. La altura de las olas era cada
vez mayor, y sus blancas crestas, suspendidas en el aire, se fraccionaban en
gruesas gotas que, con gran violencia, venían a estrellarse contra los
cristales. La inquietud que sentía al presenciar aquel espectáculo, me
superaba. Pero el espíritu aventurero que todos llevamos dentro, me impedía
abandonar aquel puente de mando imaginario que se encontraba en tierra firme.
Después de una larga noche de
temporal, el viento iba amainando al acercarse la madrugada; y el mar, a medida
que la marea descendía, recobraba la tranquilidad. Al despuntar el día, la
galerna dejaba un rastro de desperdicios esparcidos por toda la calle. Pequeñas
embarcaciones, que habitualmente fondeaban o amarraban a la rampa del Cavadelo,
lograban permanecer a flote a pesar de los evidentes daños sufridos al
golpearse entre sí o contra el malecón. Algunas, las más castigadas por la
violencia del temporal, aparecían hundidas; y otras, sorprendentemente, iban a
dar con sus cuadernas en los lugares más insólitos, y en un estado de
equilibrio imposible.
Aquellos recios inviernos de
ciclones y galernas, de temporales con entidad, constituyen una parte
importante de mis recuerdos, vivencias y sensaciones. Mi vida frente al mar.
Esta noche hemos tenido un temporal de lluvia y viento como los que recordamos de nuestra infancia y esto me ha llevado a añadir un comentario a este relato porque contiene todos los elementos que forman parte de mi memoria de los temporales de invierno.
ResponderEliminarUn abrazo Roberto y que tengas un buen día
En efecto, amigo Paco, el temporal que esta noche azotó nuestra costa es un fiel reflejo de aquéllos que permanecen en nuestra memoria. Temporales con entidad. Un abrazo.
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