Londres, octubre 1978 Westminster Bridge y el Big Ben |
Bruselas, febrero 1978 El Atomium |
Amberes, febrero 1978 Casa Museo de Rubens |
Kontich (Amberes), febrero 1978 En la finca familiar del empresario belga, Jean-Albert Moorkens (a mi derecha) |
07 abril 2016
Los
recuerdos, sin los cuales nuestra vida estaría vacía, no se nutren únicamente
de situaciones vividas en la niñez, en la juventud y en la madurez. Ni
exclusivamente de personas y lugares. Los recuerdos siempre van acompañados de sutiles
sensaciones que nos acarician todavía...
PLAYA Y MAR
En
la playa de La Concha ,
los pies desnudos sobre la arena húmeda recién bañada por el mar, en su
movimiento de resaca, es una de las primeras sensaciones que recuerdo. Las
pequeñas huellas que iban dejando mis pies de niño de 4 años, llamaban mi
atención. Y no comprendía como podían desaparecer después de que el agua besara
de nuevo la arena. Pero yo seguía intentándolo, una y otra vez, con la
esperanza de que aquellas pequeñas olas no consiguieran borrarlas. Recuerdo
como me estremecí la primera vez que el agua, en su avance sobre la arena,
cubrió mis pies, y me retiré asustado. Pero volví a intentarlo, en un juego de
avance y retroceso sin fin, hasta que aquellas caricias del mar me cautivaron...
En aquella playa, en la que el ‘Gran Balneario de la Concha ’ mostraba el ocaso
de su esplendor, con la ayuda inicial de un salvavidas de tabletas
rectangulares de corcho -adquirido en efectos navales ‘Casa Calicó’-, tras
vencer el miedo a hundirme, aprendí a nadar.
Años
más tarde, participé intensamente en los entrenamientos de natación en las
‘corchadas’ del muelle de pasajeros, y me bañé en el aledaño hoyo del muro de
contención. Inolvidables jornadas estivales en las playas de Compostela, As
Sinas, A Lanzada... Y la sublime sensación de libertad, enfundado en un traje
de espuma de poliuretano -entonces todavía no se comercializaba el de
neopreno-, aletas, gafas y respirador, sumergido en un mundo fascinante,
silencioso y cromático, haciendo submarinismo en las, otrora, frías y
transparentes aguas de las islas Malveiras.
ATRACCIONES DE FERIA
Entre
las variadas, aunque precarias, atracciones de feria de mi infancia -tiovivo,
cadenas, coches eléctricos...-, recuerdo con especial cariño las ‘barcas’ y las
‘voladoras’. Las primeras, regentadas por doña Petra, se desplazaban en un
movimiento pendular (similar al de un columpio), y podían llegar a describir en
el aire un arco de 180º, lo que requería agarrarse fuertemente a las varillas
de las que estaban suspendidas las ‘barquillas’. Aquel movimiento oscilante,
cuya velocidad se incrementaba en función del impulso que el ocupante -u
ocupantes-, puesto en pie, le imprimía con el cuerpo, o ayudándose de las
cuerdas cruzadas de que disponía el artilugio, proporcionaba una gran sensación
de dominio, de libertad... ¡De vértigo! Doña Petra, que era una mujer enjuta de
avanzada edad, cansada de permanecer mucho tiempo de pie, se sentaba en una
silla baja que siempre la acompañaba; y, a veces, se quedaba dormida (sospecho
que, además del cansancio, aquel movimiento de las ‘barquillas’ producía en
ella los mismos efectos que el péndulo de un hipnotizador), circunstancia que
nos favorecía doblemente: se alargaba la duración del ‘viaje’, y nos permitía
imprimir mayor impulso para elevarnos, cada vez más. Y las segundas, las
voladoras, cuyas ‘barquillas’ rectangulares de asientos enfrentados oscilaban
entre los extremos de dos brazos paralelos giratorios, en un movimiento
circular vertical como el de una noria, eran impulsadas manualmente por el
propietario, empujón a empujón. Cuando la barquilla iniciaba el ascenso, un
escalofrío me recorría la columna vertebral, y tenía la sensación de que el
estómago se comprimía. Pero en el descenso, sentía una punzada en la región púbica,
y un espasmo en el tórax me ‘cortaba’ la respiración. Y así, una y otra vez,
hasta que la atracción se detenía. Aquello era emocionante. Lo imaginaba como
un despegue, vuelo y aterrizaje. Experimentaba la sensación de volar...
PESCA DEPORTIVA
Con
mi primo Guillermo, uno de mis más queridos referentes familiares, tuve mis
primeras experiencias como pescador de caña. Él me enseñó a colocar el plomo en
el sedal, a empatar el anzuelo y a ensartar el cebo (miñoca). Pero, sobre todo,
me enseñó a esperar pacientemente a que los peces picaran. Pescar el primer pez
fue una sensación indescriptible. Enganchado en el anzuelo, aquel lorcho de boca enorme, que se agitaba
frenético en un intento desesperado por recobrar su libertad, fue mi primer
trofeo de pesca. Luego vendrían, también, robalizas,
vellos, curubelos, pintos, maragotas, fanecas... ¡Y más lorchos!.
También alguna anguila, viscosa y
escurridiza. Hubo días decepcionantes, en los que no pescaba absolutamente
nada. Otros, muy frustrantes, en los que el anzuelo quedaba enganchado en
cualquier objeto -un trozo de cuerda, una madera, una piedra...-, y la línea
(sedal) se rompía, yéndose al fondo, junto con el plomo y el anzuelo. Y, si
aquel día no había llevado recambio, regresaba a casa, malhumorado, decidido a
no volver a ir de pesca. A pesar de todo, aquella sensación de fracaso no
impedía que volviera a coger la caña, una y otra vez, con la misma ilusión.
MONTAR EN BICICLETA
Aprender
a manejar la bicicleta es otra de las experiencias que uno no olvida. Recuerdo
como mi primo Guillermo -otra vez él- corría a mi lado, agarrando la parte
inferior del sillín, mientras yo pedaleaba con torpeza tratando de mantener el
equilibrio. Que sensación de triunfo cuando él se soltaba, dejándome solo, y yo
conseguía pedalear y mantener el equilibrio durante unos segundos. Pero,
sospechando que se había soltado, miraba hacia atrás, perdía el control de la
bicicleta, y la caída era inevitable. Tras repetidos e incansables intentos
-¡muchos!-, sin desfallecer, con sus correspondientes caídas sin consecuencias
relevantes, conseguí -¡al fin!- dominar aquella máquina con razonable
seguridad. Fue una de mis mejores experiencias. Algún tiempo más tarde, con 14
años, montado en aquella bicicleta tamaño ‘senior’, conocí O Grove, A Toxa,
Sanxenxo y Caldas de Reis, cuando los topónimos oficiales de aquellas villas,
todavía castellanizados, eran: El Grove, La Toja , Sangenjo y Caldas de Reyes.
TERAPIA ANTIESTRÉS
En
mi primer viaje a Londres (1978), tuve la oportunidad de presenciar el ‘Cambio
de Guardia’ en Buckingham Palace. Una vez concluido aquel espectáculo, agoté la
mañana en St. James’s Park, que, por su proximidad al citado Palacio Real, es
uno de los parques más cuidados de la ciudad, y visitado por millones de
londinenses y turistas cada año. Con su lago artificial, y diferentes especies
de flora y abundante fauna (patos, cisnes, gansos y pelícanos), es un lugar
tranquilo, para relajarse. Un remanso de paz. Allí experimenté, por primera vez
en mi vida, la gratificante y placentera sensación de pisar el césped con los
pies descalzos. Aquel ‘masaje’ plantar, estimulante como una caricia, me
preparó para una maratoniana reunión de trabajo que se inició a las cinco de la
tarde y finalizó a la una y media de la madrugada. En el siguiente viaje
(1979), esta vez en Leicester, en plena campiña inglesa, no pude resistir la
tentación de repetir aquella ‘terapia’ antiestrés... Doce años más tarde (1990),
gratamente sorprendido, pude revivir aquella sensación viendo como Julia
Roberts y Richard Gere, en la película ‘Pretty Woman’, también en un parque,
caminan descalzos sobre la hierba.
VIAJAR EN AVIÓN
Mi
primer viaje en avión, un vuelo doméstico, Santiago-Madrid-Sevilla
(27.10.1972), con fuerte viento, lluvia
y gran aparato eléctrico -¡una tormenta en toda regla!-, fue una experiencia
inolvidable. En aquel ‘bautismo aéreo’, en una aeronave DC-9, experimenté tres
sensaciones claramente diferenciadas. La primera, el vértigo del despegue, por
la potencia de los motores, la velocidad y el ángulo de elevación. La segunda,
el incesante movimiento del aparato durante el vuelo -incluida la continua
vibración de las alas-, debido a la tormenta, a 9.000 metros de
altitud y una velocidad de crucero de 900 Km/hora, según nos informó el
comandante. Y la tercera, el inicio del descenso que finalizó con un suave
aterrizaje. A aquel emocionante primer vuelo le sucedieron muchos más,
domésticos e internacionales, en distintos modelos de avión: B-727, DC-9,
DC-10, Súper DC-8, Tristar y Fokker F-27, en los que, dependiendo de las
condiciones meteorológicas, experimenté distintas sensaciones -a la vez que
grandes emociones-, en general muy gratificantes y enriquecedoras.
A
pesar del tiempo transcurrido -casi 40 años-, permanece en mi memoria aquel
vuelo en un B-727, Santiago-Madrid, en tránsito a Ámsterdam y Bruselas, en el
que, por primera vez, me acompañaba el Director Técnico de la empresa (mi jefe
inmediato), que pudo haber sido un definitivo vuelo sin retorno... Avistado el
Aeropuerto de Barajas, y siguiendo el protocolo establecido, la voz de una
azafata nos indica por megafonía: “Señores pasajeros, apaguen sus cigarrillos,
abróchense los cinturones y mantengan el respaldo de su asiento en posición
vertical”. Iniciada la maniobra de descenso, momento en que los pasajeros,
correctamente sentados, apoyamos los pies con firmeza esperando el inminente
aterrizaje. Inesperadamente, el avión se eleva de nuevo, con brusquedad,
iniciando un giro a estribor. Desconcertados, nos preguntábamos a qué se debía
aquella brusca maniobra. Pronto lo supimos. Los pasajeros que estábamos
sentados en los asientos de ventanilla del costado de estribor, pudimos ver,
con asombro, como otro avión despegaba en aquel momento. La inmediata reacción
del comandante -sin duda, experimentado piloto- con aquella violenta, pero
efectiva, maniobra de escape, evitó una catástrofe.
Después
de aquella, digamos, incidencia, despegamos del Aeropuerto de Barajas, en un
DC-9, destino Ámsterdam, en un vuelo que transcurrió sin incidencias
reseñables. Dos días después, de Ámsterdam a Bruselas, volamos en un Fokker
F-27 (alas altas, dos motores turbohélice, longitud: 25 metros , envergadura: 29 metros , y capacidad:
32/44 pasajeros). Había nevado intensamente, y desde la planta alta de la
terminal, vimos como dos operarios del aeropuerto, portando una larga escalera
de mano, se acercaban al avión que, cuarenta minutos más tarde, nos llevaría a
Bruselas. Mientras uno de ellos, abajo, la sujetaba, el otro, subido en todo lo
alto, se afanaba en limpiar el morro, así como, también, los parabrisas y
ventanas de la cabina de pilotaje, eliminando la nieve endurecida que se había
depositado durante la noche. Aquella operación de limpieza ‘feita a man’, de la que estábamos pendientes todos los pasajeros,
suscitó divertidos comentarios celebrados con risas contenidas. A la hora
prevista, el Fokker comenzó a rodar por la pista para iniciar el despegue. Al
tener este aparato las alas en la parte superior del fuselaje, desde las
ventanillas podíamos observar, entre divertidos y preocupados, como las ruedas
patinaban sobre la capa de hielo que cubría la pista, impidiendo que la
aeronave alcanzara con normalidad la velocidad necesaria para despegar. Como se
trataba de un avión relativamente pequeño, consiguió elevarse sin dificultad.
¡Al fin en el aire! Durante todo el vuelo, cuya duración estimada era de 30
minutos, el trepidante movimiento -semejante al que se produce al circular por
una carretera llena de baches- debido a las turbulencias, propiciaba que los
maletines y pequeñas bolsas de viaje se deslizaran desde las bandejas
portaequipajes; y, a punto de caer sobre nuestras cabezas, los cogíamos en el
aire. En vista de que la situación no mejoraba, decidimos bajar los maletines y
bolsas, y colocarlos entre las piernas. Una vez que alcanzamos la altitud de
vuelo, la única azafata que integraba la tripulación inició una ardua andadura
a lo largo del pasillo, intentando mantener el equilibrio, portando una torre
de vasos de plástico en la mano izquierda y una cafetera en la derecha,
ofreciéndonos café, con exquisita amabilidad, sin dejar de sonreír. Aquella, en
cierto modo, cómica situación, motivó una sana y divertida complicidad entre
azafata y pasajeros. El viaje fue corto, pero intenso.
Finalizada
nuestra estancia de dos días en Bruselas, viajamos a Madrid, en un B-727, en
tránsito a Santiago de Compostela. El vuelo Bruselas-Madrid, con meteorología
favorable, transcurrió con absoluta normalidad. Llegamos al Aeropuerto de
Barajas alrededor de las 17:30 horas, y el siguiente vuelo, Madrid-Santiago,
tenía prevista su salida a las 21:45 horas. Teníamos por delante algo más de
cuatro horas de espera, circunstancia que aprovechamos para redactar los
borradores de los informes correspondientes a las actuaciones técnicas
verificadas en Ámsterdam y Bruselas. A las 21:00 horas, a través de la
megafonía, nos informan de que las adversas condiciones meteorológicas en el
espacio aéreo de Santiago de Compostela aconsejaban cancelar nuestro vuelo,
derivándonos al que tenía prevista su salida a las 01:45 horas de la madrugada
del día siguiente. Como dato anecdótico, al avión que habitualmente realizaba
aquel vuelo de madrugada se le conocía con el apelativo de ‘El golfo’, por ser
en el que regresaban todos aquellos que, aprovechando su paso por la capital
del Reino, ‘exprimían’, hasta la última gota, la noche madrileña. A las 12:45
horas, un nuevo aviso nos informa de la cancelación de aquel último vuelo,
debido a que la persistencia del mal tiempo así lo aconsejaba. Así las cosas,
Iberia habilitó un mostrador informativo en el que nos comunicaron la decisión
de posponerlo hasta las 09:45 horas de ese mismo día. Las protestas de un
nutrido grupo de viajeros, algunas muy acaloradas, fueron la tónica en aquella
madrugada aeroportuaria.
A
la hora prevista (09:45), aquel B-727, con 135 pasajeros a bordo, despegaba
-¡al fin!- del Aeropuerto de Barajas con destino a Santiago de Compostela. Pero
aún nos esperaba otra sorpresa. Al abandonar el espacio aéreo de Madrid, las
condiciones meteorológicas empezaron a empeorar. La intensa lluvia y, sobre
todo, el fuerte viento, muy persistentes, nos acompañaron hasta Galicia. Cuando
nos aproximábamos al Aeropuerto de
Lavacolla, con viento cruzado, lluvia intensa y densa niebla, la nula
visibilidad propició que el avión tomara contacto con la pista sin tener por
delante el espacio necesario para aplicar con seguridad la fuerza de frenado en
el tren de aterrizaje, la inversión de los motores y la utilización de los
flaps, slats, spoilers y alerones, que le permitiera aminorar gradualmente la
velocidad, lo que obligó al piloto a efectuar toda la secuencia de maniobra al
límite de tiempo y espacio, evitando que el avión se precipitara fuera de la
pista. Instintivamente, una vez liberados de la tensión emocional provocada por
aquella situación, todos los pasajeros aplaudimos con entusiasmo la
profesionalidad de los pilotos en aquel comprometido aterrizaje con final
feliz.
Hubo
otros vuelos, con tormentas de cierta entidad y fuertes vientos -de frente, de
cola o cruzado-, en los que no estaba permitido levantarse del asiento durante
todo el trayecto, que comprometían la seguridad del vuelo, dificultando, muy
especialmente, el aterrizaje. Asimismo, los comúnmente denominados ‘baches’
(turbulencias), con la sensación de que aquel descenso no va a cesar nunca...
Cuando me subía a un avión, siempre que fuera posible, procuraba acomodarme en
un asiento de ventanilla, en la zona correspondiente a las alas. Allí sentado,
observaba la posición y los movimientos de los alerones, flaps, slats y
spoilers -en el despegue, durante el vuelo y en el aterrizaje-, así como la
vibración de las alas, en su conjunto, fascinado con la influencia que ejercen
en la aerodinámica, regulación de la velocidad y sustentación del avión. Una
manía como otra cualquiera.
Las
incidencias que he relatado, consustanciales a la navegación aérea, han de ser
consideradas dentro de la normalidad, habida cuenta de que el riesgo cero, como
tal, no existe en ningún medio de transporte. Y hemos de reconocer, porque es
una evidencia incuestionable, que, para desplazarse entre dos puntos
geográficos muy distantes, el avión es el medio más rápido y, también, el más
seguro. Sin embargo, para poder ‘saborear’ el viaje y el paisaje a lo largo y
ancho de nuestro país, incluso en condiciones meteorológicas adversas, sigo
prefiriendo el tren como medio de transporte. Será que, a pesar de mi edad
-¡qué no es poca!-, continúo siendo un romántico, un sentimental... ¡Un
soñador!
Mi
último vuelo tuvo lugar el 20 de noviembre de 1986, Barcelona-Santiago, en
un DC-10 de la compañía Iberia. Durante 14 años, aquellos viajes en avión
-todos ellos por motivos profesionales-, me permitieron ¿conocer?, de España:
Madrid, Barcelona, Málaga, Alicante, Sevilla, Valencia y Las Palmas de Gran
Canaria. Y de Europa: París (Francia), Bruselas, Kontich y Amberes (Bélgica),
Ámsterdam (Holanda), Londres y Leicester (Reino Unido). Desde entonces, viajo
cada día, desafiando al tiempo y al espacio, dejando volar la imaginación...
Interesantes sensaciones. Veo que viajaste bastante por España y Europa. La narración de los vuelos aparte de reconocer que es interesante, que los describes con mucho detalle y se nota que lo "has vivido", no los envidio. Solo fui en avión dos veces Coruña-Madrid y vuelta, hace pocos años. No tuve miedo, porque a estas alturas ya no me importaba mucho. Mis viajes en tren fueron desde Villagarcia a Vascongadas y Navarra porque allí estaba mi Padre destinado. A Madrid varias veces cuando operaron a mi madre del corazón y luego a Cartagena desde Chapela de noche, pasando el día en Madrid y otra vez de noche hasta Cartagena. Estaba mi marido allí. El tren era mi modo de viajar y me gusta. Me alegro que volvieras a escribir... Un abrazo
ResponderEliminarTe agradezco, como siempre, Marité, tu comentario. Es cierto que he viajado bastante, especialmente en avión. Sin embargo, como dejo constancia en el relato, prefiero viajar en tren. Es cierto que a Madrid, generalmente, iba en avión; pero también fui en tren (coche-cama), y regreso, algo más de una decena de veces. El viaje más largo que realicé en tren fue de Sevilla a Vilagarcía, con trasbordo en Madrid y en Redondela. De todos modos, guardo un grato recuerdo de todos los viajes, independientemente del medio utilizado. Incluso de los que realicé en coche, desde Ourense a Manresa (en dos ocasiones), y desde Barcelona a Valencia. Un abrazo.
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