martes, 12 de abril de 2016

Vivencias y sensaciones

Londres, octubre 1978
Westminster Bridge y el Big Ben 

Bruselas, febrero 1978
El Atomium

Amberes, febrero 1978
Casa Museo de Rubens



Kontich (Amberes), febrero 1978
En la finca familiar del empresario belga, Jean-Albert Moorkens (a mi derecha)
Por Robert Newport
07 abril 2016

Los recuerdos, sin los cuales nuestra vida estaría vacía, no se nutren únicamente de situaciones vividas en la niñez, en la juventud y en la madurez. Ni exclusivamente de personas y lugares. Los recuerdos siempre van acompañados de sutiles sensaciones que nos acarician todavía... 

PLAYA Y MAR
En la playa de La Concha, los pies desnudos sobre la arena húmeda recién bañada por el mar, en su movimiento de resaca, es una de las primeras sensaciones que recuerdo. Las pequeñas huellas que iban dejando mis pies de niño de 4 años, llamaban mi atención. Y no comprendía como podían desaparecer después de que el agua besara de nuevo la arena. Pero yo seguía intentándolo, una y otra vez, con la esperanza de que aquellas pequeñas olas no consiguieran borrarlas. Recuerdo como me estremecí la primera vez que el agua, en su avance sobre la arena, cubrió mis pies, y me retiré asustado. Pero volví a intentarlo, en un juego de avance y retroceso sin fin, hasta que aquellas caricias del mar me cautivaron... En aquella playa, en la que el ‘Gran Balneario de la Concha’ mostraba el ocaso de su esplendor, con la ayuda inicial de un salvavidas de tabletas rectangulares de corcho -adquirido en efectos navales ‘Casa Calicó’-, tras vencer el miedo a hundirme, aprendí a nadar.

Años más tarde, participé intensamente en los entrenamientos de natación en las ‘corchadas’ del muelle de pasajeros, y me bañé en el aledaño hoyo del muro de contención. Inolvidables jornadas estivales en las playas de Compostela, As Sinas, A Lanzada... Y la sublime sensación de libertad, enfundado en un traje de espuma de poliuretano -entonces todavía no se comercializaba el de neopreno-, aletas, gafas y respirador, sumergido en un mundo fascinante, silencioso y cromático, haciendo submarinismo en las, otrora, frías y transparentes aguas de las islas Malveiras. 

ATRACCIONES DE FERIA
Entre las variadas, aunque precarias, atracciones de feria de mi infancia -tiovivo, cadenas, coches eléctricos...-, recuerdo con especial cariño las ‘barcas’ y las ‘voladoras’. Las primeras, regentadas por doña Petra, se desplazaban en un movimiento pendular (similar al de un columpio), y podían llegar a describir en el aire un arco de 180º, lo que requería agarrarse fuertemente a las varillas de las que estaban suspendidas las ‘barquillas’. Aquel movimiento oscilante, cuya velocidad se incrementaba en función del impulso que el ocupante -u ocupantes-, puesto en pie, le imprimía con el cuerpo, o ayudándose de las cuerdas cruzadas de que disponía el artilugio, proporcionaba una gran sensación de dominio, de libertad... ¡De vértigo! Doña Petra, que era una mujer enjuta de avanzada edad, cansada de permanecer mucho tiempo de pie, se sentaba en una silla baja que siempre la acompañaba; y, a veces, se quedaba dormida (sospecho que, además del cansancio, aquel movimiento de las ‘barquillas’ producía en ella los mismos efectos que el péndulo de un hipnotizador), circunstancia que nos favorecía doblemente: se alargaba la duración del ‘viaje’, y nos permitía imprimir mayor impulso para elevarnos, cada vez más. Y las segundas, las voladoras, cuyas ‘barquillas’ rectangulares de asientos enfrentados oscilaban entre los extremos de dos brazos paralelos giratorios, en un movimiento circular vertical como el de una noria, eran impulsadas manualmente por el propietario, empujón a empujón. Cuando la barquilla iniciaba el ascenso, un escalofrío me recorría la columna vertebral, y tenía la sensación de que el estómago se comprimía. Pero en el descenso, sentía una punzada en la región púbica, y un espasmo en el tórax me ‘cortaba’ la respiración. Y así, una y otra vez, hasta que la atracción se detenía. Aquello era emocionante. Lo imaginaba como un despegue, vuelo y aterrizaje. Experimentaba la sensación de volar...

PESCA DEPORTIVA
Con mi primo Guillermo, uno de mis más queridos referentes familiares, tuve mis primeras experiencias como pescador de caña. Él me enseñó a colocar el plomo en el sedal, a empatar el anzuelo y a ensartar el cebo (miñoca). Pero, sobre todo, me enseñó a esperar pacientemente a que los peces picaran. Pescar el primer pez fue una sensación indescriptible. Enganchado en el anzuelo, aquel lorcho de boca enorme, que se agitaba frenético en un intento desesperado por recobrar su libertad, fue mi primer trofeo de pesca. Luego vendrían, también, robalizas, vellos, curubelos, pintos, maragotas, fanecas... ¡Y más lorchos!. También alguna anguila, viscosa y escurridiza. Hubo días decepcionantes, en los que no pescaba absolutamente nada. Otros, muy frustrantes, en los que el anzuelo quedaba enganchado en cualquier objeto -un trozo de cuerda, una madera, una piedra...-, y la línea (sedal) se rompía, yéndose al fondo, junto con el plomo y el anzuelo. Y, si aquel día no había llevado recambio, regresaba a casa, malhumorado, decidido a no volver a ir de pesca. A pesar de todo, aquella sensación de fracaso no impedía que volviera a coger la caña, una y otra vez, con la misma ilusión.

MONTAR EN BICICLETA
Aprender a manejar la bicicleta es otra de las experiencias que uno no olvida. Recuerdo como mi primo Guillermo -otra vez él- corría a mi lado, agarrando la parte inferior del sillín, mientras yo pedaleaba con torpeza tratando de mantener el equilibrio. Que sensación de triunfo cuando él se soltaba, dejándome solo, y yo conseguía pedalear y mantener el equilibrio durante unos segundos. Pero, sospechando que se había soltado, miraba hacia atrás, perdía el control de la bicicleta, y la caída era inevitable. Tras repetidos e incansables intentos -¡muchos!-, sin desfallecer, con sus correspondientes caídas sin consecuencias relevantes, conseguí -¡al fin!- dominar aquella máquina con razonable seguridad. Fue una de mis mejores experiencias. Algún tiempo más tarde, con 14 años, montado en aquella bicicleta tamaño ‘senior’, conocí O Grove, A Toxa, Sanxenxo y Caldas de Reis, cuando los topónimos oficiales de aquellas villas, todavía castellanizados, eran: El Grove, La Toja, Sangenjo y Caldas de Reyes.

TERAPIA ANTIESTRÉS
En mi primer viaje a Londres (1978), tuve la oportunidad de presenciar el ‘Cambio de Guardia’ en Buckingham Palace. Una vez concluido aquel espectáculo, agoté la mañana en St. James’s Park, que, por su proximidad al citado Palacio Real, es uno de los parques más cuidados de la ciudad, y visitado por millones de londinenses y turistas cada año. Con su lago artificial, y diferentes especies de flora y abundante fauna (patos, cisnes, gansos y pelícanos), es un lugar tranquilo, para relajarse. Un remanso de paz. Allí experimenté, por primera vez en mi vida, la gratificante y placentera sensación de pisar el césped con los pies descalzos. Aquel ‘masaje’ plantar, estimulante como una caricia, me preparó para una maratoniana reunión de trabajo que se inició a las cinco de la tarde y finalizó a la una y media de la madrugada. En el siguiente viaje (1979), esta vez en Leicester, en plena campiña inglesa, no pude resistir la tentación de repetir aquella ‘terapia’ antiestrés... Doce años más tarde (1990), gratamente sorprendido, pude revivir aquella sensación viendo como Julia Roberts y Richard Gere, en la película ‘Pretty Woman’, también en un parque, caminan descalzos sobre la hierba.

VIAJAR EN AVIÓN
Mi primer viaje en avión, un vuelo doméstico, Santiago-Madrid-Sevilla (27.10.1972),  con fuerte viento, lluvia y gran aparato eléctrico -¡una tormenta en toda regla!-, fue una experiencia inolvidable. En aquel ‘bautismo aéreo’, en una aeronave DC-9, experimenté tres sensaciones claramente diferenciadas. La primera, el vértigo del despegue, por la potencia de los motores, la velocidad y el ángulo de elevación. La segunda, el incesante movimiento del aparato durante el vuelo -incluida la continua vibración de las alas-, debido a la tormenta, a 9.000 metros de altitud y una velocidad de crucero de 900 Km/hora, según nos informó el comandante. Y la tercera, el inicio del descenso que finalizó con un suave aterrizaje. A aquel emocionante primer vuelo le sucedieron muchos más, domésticos e internacionales, en distintos modelos de avión: B-727, DC-9, DC-10, Súper DC-8, Tristar y Fokker F-27, en los que, dependiendo de las condiciones meteorológicas, experimenté distintas sensaciones -a la vez que grandes emociones-, en general muy gratificantes y enriquecedoras.

A pesar del tiempo transcurrido -casi 40 años-, permanece en mi memoria aquel vuelo en un B-727, Santiago-Madrid, en tránsito a Ámsterdam y Bruselas, en el que, por primera vez, me acompañaba el Director Técnico de la empresa (mi jefe inmediato), que pudo haber sido un definitivo vuelo sin retorno... Avistado el Aeropuerto de Barajas, y siguiendo el protocolo establecido, la voz de una azafata nos indica por megafonía: “Señores pasajeros, apaguen sus cigarrillos, abróchense los cinturones y mantengan el respaldo de su asiento en posición vertical”. Iniciada la maniobra de descenso, momento en que los pasajeros, correctamente sentados, apoyamos los pies con firmeza esperando el inminente aterrizaje. Inesperadamente, el avión se eleva de nuevo, con brusquedad, iniciando un giro a estribor. Desconcertados, nos preguntábamos a qué se debía aquella brusca maniobra. Pronto lo supimos. Los pasajeros que estábamos sentados en los asientos de ventanilla del costado de estribor, pudimos ver, con asombro, como otro avión despegaba en aquel momento. La inmediata reacción del comandante -sin duda, experimentado piloto- con aquella violenta, pero efectiva, maniobra de escape, evitó una catástrofe.

Después de aquella, digamos, incidencia, despegamos del Aeropuerto de Barajas, en un DC-9, destino Ámsterdam, en un vuelo que transcurrió sin incidencias reseñables. Dos días después, de Ámsterdam a Bruselas, volamos en un Fokker F-27 (alas altas, dos motores turbohélice, longitud: 25 metros, envergadura: 29 metros, y capacidad: 32/44 pasajeros). Había nevado intensamente, y desde la planta alta de la terminal, vimos como dos operarios del aeropuerto, portando una larga escalera de mano, se acercaban al avión que, cuarenta minutos más tarde, nos llevaría a Bruselas. Mientras uno de ellos, abajo, la sujetaba, el otro, subido en todo lo alto, se afanaba en limpiar el morro, así como, también, los parabrisas y ventanas de la cabina de pilotaje, eliminando la nieve endurecida que se había depositado durante la noche. Aquella operación de limpieza ‘feita a man’, de la que estábamos pendientes todos los pasajeros, suscitó divertidos comentarios celebrados con risas contenidas. A la hora prevista, el Fokker comenzó a rodar por la pista para iniciar el despegue. Al tener este aparato las alas en la parte superior del fuselaje, desde las ventanillas podíamos observar, entre divertidos y preocupados, como las ruedas patinaban sobre la capa de hielo que cubría la pista, impidiendo que la aeronave alcanzara con normalidad la velocidad necesaria para despegar. Como se trataba de un avión relativamente pequeño, consiguió elevarse sin dificultad. ¡Al fin en el aire! Durante todo el vuelo, cuya duración estimada era de 30 minutos, el trepidante movimiento -semejante al que se produce al circular por una carretera llena de baches- debido a las turbulencias, propiciaba que los maletines y pequeñas bolsas de viaje se deslizaran desde las bandejas portaequipajes; y, a punto de caer sobre nuestras cabezas, los cogíamos en el aire. En vista de que la situación no mejoraba, decidimos bajar los maletines y bolsas, y colocarlos entre las piernas. Una vez que alcanzamos la altitud de vuelo, la única azafata que integraba la tripulación inició una ardua andadura a lo largo del pasillo, intentando mantener el equilibrio, portando una torre de vasos de plástico en la mano izquierda y una cafetera en la derecha, ofreciéndonos café, con exquisita amabilidad, sin dejar de sonreír. Aquella, en cierto modo, cómica situación, motivó una sana y divertida complicidad entre azafata y pasajeros. El viaje fue corto, pero intenso.

Finalizada nuestra estancia de dos días en Bruselas, viajamos a Madrid, en un B-727, en tránsito a Santiago de Compostela. El vuelo Bruselas-Madrid, con meteorología favorable, transcurrió con absoluta normalidad. Llegamos al Aeropuerto de Barajas alrededor de las 17:30 horas, y el siguiente vuelo, Madrid-Santiago, tenía prevista su salida a las 21:45 horas. Teníamos por delante algo más de cuatro horas de espera, circunstancia que aprovechamos para redactar los borradores de los informes correspondientes a las actuaciones técnicas verificadas en Ámsterdam y Bruselas. A las 21:00 horas, a través de la megafonía, nos informan de que las adversas condiciones meteorológicas en el espacio aéreo de Santiago de Compostela aconsejaban cancelar nuestro vuelo, derivándonos al que tenía prevista su salida a las 01:45 horas de la madrugada del día siguiente. Como dato anecdótico, al avión que habitualmente realizaba aquel vuelo de madrugada se le conocía con el apelativo de ‘El golfo’, por ser en el que regresaban todos aquellos que, aprovechando su paso por la capital del Reino, ‘exprimían’, hasta la última gota, la noche madrileña. A las 12:45 horas, un nuevo aviso nos informa de la cancelación de aquel último vuelo, debido a que la persistencia del mal tiempo así lo aconsejaba. Así las cosas, Iberia habilitó un mostrador informativo en el que nos comunicaron la decisión de posponerlo hasta las 09:45 horas de ese mismo día. Las protestas de un nutrido grupo de viajeros, algunas muy acaloradas, fueron la tónica en aquella madrugada aeroportuaria.

A la hora prevista (09:45), aquel B-727, con 135 pasajeros a bordo, despegaba -¡al fin!- del Aeropuerto de Barajas con destino a Santiago de Compostela. Pero aún nos esperaba otra sorpresa. Al abandonar el espacio aéreo de Madrid, las condiciones meteorológicas empezaron a empeorar. La intensa lluvia y, sobre todo, el fuerte viento, muy persistentes, nos acompañaron hasta Galicia. Cuando nos aproximábamos al  Aeropuerto de Lavacolla, con viento cruzado, lluvia intensa y densa niebla, la nula visibilidad propició que el avión tomara contacto con la pista sin tener por delante el espacio necesario para aplicar con seguridad la fuerza de frenado en el tren de aterrizaje, la inversión de los motores y la utilización de los flaps, slats, spoilers y alerones, que le permitiera aminorar gradualmente la velocidad, lo que obligó al piloto a efectuar toda la secuencia de maniobra al límite de tiempo y espacio, evitando que el avión se precipitara fuera de la pista. Instintivamente, una vez liberados de la tensión emocional provocada por aquella situación, todos los pasajeros aplaudimos con entusiasmo la profesionalidad de los pilotos en aquel comprometido aterrizaje con final feliz.

Hubo otros vuelos, con tormentas de cierta entidad y fuertes vientos -de frente, de cola o cruzado-, en los que no estaba permitido levantarse del asiento durante todo el trayecto, que comprometían la seguridad del vuelo, dificultando, muy especialmente, el aterrizaje. Asimismo, los comúnmente denominados ‘baches’ (turbulencias), con la sensación de que aquel descenso no va a cesar nunca... Cuando me subía a un avión, siempre que fuera posible, procuraba acomodarme en un asiento de ventanilla, en la zona correspondiente a las alas. Allí sentado, observaba la posición y los movimientos de los alerones, flaps, slats y spoilers -en el despegue, durante el vuelo y en el aterrizaje-, así como la vibración de las alas, en su conjunto, fascinado con la influencia que ejercen en la aerodinámica, regulación de la velocidad y sustentación del avión. Una manía como otra cualquiera.

Las incidencias que he relatado, consustanciales a la navegación aérea, han de ser consideradas dentro de la normalidad, habida cuenta de que el riesgo cero, como tal, no existe en ningún medio de transporte. Y hemos de reconocer, porque es una evidencia incuestionable, que, para desplazarse entre dos puntos geográficos muy distantes, el avión es el medio más rápido y, también, el más seguro. Sin embargo, para poder ‘saborear’ el viaje y el paisaje a lo largo y ancho de nuestro país, incluso en condiciones meteorológicas adversas, sigo prefiriendo el tren como medio de transporte. Será que, a pesar de mi edad -¡qué no es poca!-, continúo siendo un romántico, un sentimental... ¡Un soñador!

Mi último vuelo tuvo lugar el 20 de noviembre de 1986, Barcelona-Santiago, en un DC-10 de la compañía Iberia. Durante 14 años, aquellos viajes en avión -todos ellos por motivos profesionales-, me permitieron ¿conocer?, de España: Madrid, Barcelona, Málaga, Alicante, Sevilla, Valencia y Las Palmas de Gran Canaria. Y de Europa: París (Francia), Bruselas, Kontich y Amberes (Bélgica), Ámsterdam (Holanda), Londres y Leicester (Reino Unido). Desde entonces, viajo cada día, desafiando al tiempo y al espacio, dejando volar la imaginación...


2 comentarios:

  1. Interesantes sensaciones. Veo que viajaste bastante por España y Europa. La narración de los vuelos aparte de reconocer que es interesante, que los describes con mucho detalle y se nota que lo "has vivido", no los envidio. Solo fui en avión dos veces Coruña-Madrid y vuelta, hace pocos años. No tuve miedo, porque a estas alturas ya no me importaba mucho. Mis viajes en tren fueron desde Villagarcia a Vascongadas y Navarra porque allí estaba mi Padre destinado. A Madrid varias veces cuando operaron a mi madre del corazón y luego a Cartagena desde Chapela de noche, pasando el día en Madrid y otra vez de noche hasta Cartagena. Estaba mi marido allí. El tren era mi modo de viajar y me gusta. Me alegro que volvieras a escribir... Un abrazo

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    1. Te agradezco, como siempre, Marité, tu comentario. Es cierto que he viajado bastante, especialmente en avión. Sin embargo, como dejo constancia en el relato, prefiero viajar en tren. Es cierto que a Madrid, generalmente, iba en avión; pero también fui en tren (coche-cama), y regreso, algo más de una decena de veces. El viaje más largo que realicé en tren fue de Sevilla a Vilagarcía, con trasbordo en Madrid y en Redondela. De todos modos, guardo un grato recuerdo de todos los viajes, independientemente del medio utilizado. Incluso de los que realicé en coche, desde Ourense a Manresa (en dos ocasiones), y desde Barcelona a Valencia. Un abrazo.

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