Por Robert Newport
19 agosto 2014
Cuando uno empieza a notar el paso de los años, los
recuerdos de vivencias infantiles fluyen como una necesidad vital. Aunque no se
trata de nostalgia, en modo alguno. Únicamente ocurre, cada vez con mayor
frecuencia, que nuestro cerebro, ese gran archivo neuronal, en su proceso
cíclico de almacenamiento de información, selecciona imágenes y sensaciones de
momentos inolvidables e irrepetibles.
Últimamente -¡serán cosas de la edad!-, vuelven y sacuden
mi memoria aquellas vivencias de la niñez, que, agazapadas en alguna zona
recóndita de los hemisferios de mi cerebro, pugnan desaforadamente por salir a
la luz. Y así, imagen a imagen, sensación a sensación, voy recordando...
Aromas y sabores
En aquella Vilagarcía de mi niñez (transcurría el año
1950), época en la que el olfato y el gusto aún no se habían contaminado con la
artificialidad, las panaderías tenían un gran protagonismo en la vida cotidiana
de nuestro pueblo. Ibas por la calle, y el inconfundible aroma delataba la
cercanía de una tahona. En la calle Juan García, a pocos metros de donde yo
vivía con mis abuelos maternos, estaba Panadería Camilo Mera. Y en la aledaña
Plaza de Calvo Sotelo, Panadería Lourido. ¡Bendito pan! Hecho con harina fina
de trigo (centeno o maíz), agua, levadura y sal. Mezclado y amasado de forma
artesanal, fermentado reposadamente, y horneado en horno de leña previamente
calentado a fuego lento, los maestros panaderos obraban el milagro: un
crujiente y sabroso pan recién horneado. Al día siguiente, al tomarlo con el
desayuno, todavía olía y sabía a pan. Hoy, lamentablemente, aquello es sólo un
recuerdo.
También las tiendas de ultramarinos tenían mucha presencia
y gran relevancia. Entrar en aquellos emblemáticos establecimientos de
alimentación era penetrar en un mundo de aromas naturales diferenciados, que
quedaron grabados para siempre en la memoria olfativa de mi niñez: azafrán, pimienta,
pimentón, clavo, canela... Especias de toda la vida. Asimismo, el agradable aroma del café recién
molido, la achicoria, la cascarilla de cacao, los chocolates... Y, cómo no, las
bebidas espiritosas a granel: moscatel, mistela, coñac, anís... Cuando se
acercaba la Navidad ,
todo cambiaba: las cajas abiertas que contenían tabletas de turrón, higos,
pasas, dátiles… dispersaban sus fragancias en agradable mixtura.
De aquella época, en la zona de influencia que rodeaba la
calle Juan García, recuerdo estas tiendas de ultramarinos: Albino Cores, en la
calle de Ramiro Cores; Salustiano García, en la calle Héroes del Alcázar; Juan
Blanco ‘Arousán’, en la calle Gerona; ‘Dos de Mayo’, en La Baldosa ; Hermanas Barreiro
(antes, Vda. de Rosendo Barreiro), en la calle Padre Feijoo; y Segundo Abalo,
en la Plaza de
Calvo Sotelo. Posteriormente, en la calle Arzobispo Lago: Ramón César Mouriño,
Simón Sabariz, y José Abalo (en la actualidad, ‘Los Pepes’). Algún tiempo
después, en esa misma calle, también José Luis Camba.
Los gatos callejeros
Se multiplicaban como setas y estaban por doquier. Es
cierto, hay que reconocerlo, que la proliferación de roedores justificaba, en
gran medida, la presencia de los ‘mininos’ en las viviendas, en las calles y,
muy especialmente, en casas abandonadas y en estado ruinoso. Precisamente, en
una de aquellas casas arruinadas se desarrolla la historia de mi pésima
relación con los gatos callejeros.
Cansados de las encarnizadas y temidas peleas en las que
se enzarzaban a diario los gatos de la calle Juan García -la de mi niñez y
adolescencia-, en el transcurso de las cuales, como incómodos testigos
presenciales, algunas veces sufríamos daños colaterales que se traducían en
arañazos en nuestros brazos y piernas, tres amigos decidimos ponernos en pie de
guerra e infligir duros castigos a aquellos maulladores de afiladas uñas
retráctiles. Les hacíamos mil y una travesuras, algunas muy crueles -aunque jamás
hemos cruzado la ‘línea roja’-, de las que también nosotros salíamos con algunas
‘heridas de guerra’. De existir entonces la Asociación Protectora
de Animales, sin duda habríamos tenido serios problemas y más de un disgusto.
Sobre todo nuestras familias.
Sin embargo, un día en el que reinaba la calma entre los
félidos, observamos como, de uno en uno, o de dos en dos, mirando a uno y otro
lado con desconfianza, iban entrando en aquella casa abandonada. De vez en
cuando, se oían maullidos que no identificábamos con los que proferían cuando
tenían hambre o frío. Eran algo parecido a gritos de dolor. Con mucho sigilo,
mis compañeros y yo nos acercamos a una de las desvencijadas ventanas, y vimos,
con asombro, como una gata adulta de espeso pelaje, que semejaba una ‘madama’,
‘recibía’ a los visitantes, y luego se dirigía a uno de los cubículos de
aquella casa en ruinas. Al instante, regresaba acompañada de una o dos gatas
que, después de rozar sus pelajes con los visitantes, se retiraban acompañadas...
¡Aquella casa en ruinas era, en realidad, un burdel gatuno!
Después de pasear sus dilatados vientres por el barrio
durante el período de gestación, aquellas gatas tuvieron -¡al fin!- sus
gatitos. Aquel episodio, en contra de lo que siempre nos habían dicho, vino a
confirmar lo que ya intuíamos desde hacía algún tiempo: que los bebés, del
mismo modo que aquellos gatitos, no los traía la cigüeña, ni venían de París.
Me hizo mucha gracia lo de la gata, escuché montones de historias de gatos pero nada igual
ResponderEliminar¡Bingo! el que la sigue lo consigue, lo malo es cuando haces un comentario y se borra.
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