Por Robert Newport
21 febrero 2016
Parece
que fue ayer, y ya han transcurrido 72 años desde aquel 30 de noviembre de 1943, a las 06:00 horas, en
que llegué a la vida. Son muchos años, sin duda. Pero han pasado en un suspiro.
La niñez, la adolescencia, la juventud, la madurez o plenitud vital, y,
finalmente, la vejez. Períodos de la vida que no todos tienen la fortuna de
poder alcanzar.
A
lo largo de toda una vida, en las distintas etapas que se van sucediendo, se
acumulan experiencias que quedan grabadas en la memoria como un tatuaje neuronal.
Y cuando uno ya está rozando la vejez, parece inevitable echar la vista atrás y
recordar vivencias, únicas e irrepetibles, de la niñez, de la adolescencia y de
la juventud. Todas las demás... todavía sucedieron ayer.
EL COLEGIO
Recuerdo
aquellos primeros años del colegio, en Primera Enseñanza, en los que la
‘pedagogía’ de la bofetada, de la letra con sangre entra, de rodillas con los
brazos en cruz... estaba muy arraigada en los centros educativos. Mi andadura
escolar se inició en un parvulario no reglado -entonces, no existían
parvularios públicos-, y de allí pasé a un Colegio Público. En aquel centro
educativo tuve dos maestros, cuyos métodos de enseñanza eran diametralmente
opuestos. Por razones obvias, preservaré la identidad de ambos y los denominaré don Fermín y don Anselmo (nombres ficticios).
Don Fermín, que únicamente me dio
clase durante un curso -¡menos
mal!-, cuando yo tenía 9 años, aplicaba un particular y ‘pedagógico’ método de
enseñanza. Si no sabíamos una lección, de un par de sopapos no nos libraba ni
el sursuncorda. Pero si no
conseguíamos resolver un problema de aritmética, el castigo individual o colectivo, consistía en golpear
reiteradamente los glúteos del alumno con una caña de bambú de tres nudos, algo
más de dos palmos de longitud y unos dos centímetros de diámetro. El entusiasmo
(ensañamiento) con el que propinaba aquellos golpes, hacía que algunos de ellos
se desviaran, incontrolados, a la región sacra (rabadilla), produciendo, además
de un dolor insoportable, unas heridas que semejaban latigazos. ¡Y eso que
llevábamos los pantalones puestos! Lo que evidenciaba la fuerza con la que
infligía aquel brutal castigo. Cuando toda la clase -alrededor de 30 alumnos-
era ‘merecedora’ de tal correctivo, sobrecogía vernos en fila, presenciando el lamentable espectáculo de
golpes y gritos de dolor, lágrimas incluidas, esperando, estremecidos, que a
cada uno le llegara su turno... Sorprendentemente, después de recibir aquella
paliza de ‘padre y muy señor mío’, continuábamos sin saber cómo se resolvía aquel
puñetero problema. Y así sucesivamente.
Don Anselmo, con el
que estuve tres cursos completos, del que sus exalumnos guardamos el mejor de
los recuerdos, era un hombre íntegro, vocacional, que hizo del Magisterio su
razón de ser y de sentir. Un educador en toda la extensión de la palabra. Su
método de enseñanza nada tenía que ver con el del otro maestro. Es cierto que,
como era costumbre en el ámbito escolar de la época, alguna vez también nos
castigaba (bofetadas o de rodillas), pero únicamente si nuestro comportamiento
significaba una falta de respeto hacia él, desobediencia, o derivaba en burla
hacia algún compañero de clase. Pero, en honor a la verdad, no era proclive al
castigo físico. Si no sabíamos una lección, el castigo consistía en quedarse
una hora más, estudiando, por la tarde. Pero si no conseguíamos resolver un
problema aritmético, nos hacía salir al encerado para que, con sus didácticas,
razonadas e instructivas explicaciones, analizáramos y comprendiéramos el
enunciado. Y así, paso a paso, lográramos llegar a la solución definitiva. Era
un consumado pedagogo. In memóriam.
Recuerdo
que, cursando 2º y 3º de bachillerato en el Instituto laboral, cinco exalumnos
suyos asistíamos a sus clases particulares de apoyo, en las asignaturas de
Matemáticas (su especialidad docente), Lengua y Literatura, y Geografía e
Historia. De esta última materia, eliminando todo contenido superfluo, nos
preparó unos magníficos apuntes
que él mismo escribió a máquina.
Ciertamente,
en aquella época (años 50 del siglo pasado) -que en ese aspecto, poco se
diferenciaba de la de nuestros padres-, los castigos físicos en los colegios e
institutos -salvo honrosas, aunque escasas, excepciones-, de alguna manera,
estaban ‘institucionalizados’, como ‘norma’ general, e incomprensiblemente
aceptados por gran parte de la sociedad. Han transcurrido más de 60 años desde
entonces, y la distancia temporal, como no podía ser de otra forma, ha
conseguido que aquellas, otrora, amargas vivencias se fueran diluyendo y
transmutando en anecdóticos, aunque desagradables, recuerdos. Quiero pensar,
sin embargo -y desearía estar en lo cierto-, que mi generación fue la última
que padeció aquellos injustos e irracionales castigos. Pero, como somos una
sociedad de extremos, en la que el término medio, el equilibrio, no suele ser
un factor predominante, se cambiaron las tornas: hoy, en gran medida, los
profesores perdieron su autoridad, y son los alumnos -¡quién lo iba a decir!- quienes ‘maltratan’
a los profesores. En definitiva, la ponderación, como sinónimo de estabilidad,
tanto en la enseñanza como en otros ámbitos de la sociedad actual, está
perdiendo su esencia y su significado. ¡Qué lástima!
FURTIVOS
Tenía
yo ocho inexpertos años -todavía llevaba pantalón corto, como correspondía a mi
edad en aquella época-, y un compañero de colegio, colega de juegos y
travesuras, me convenció -no tuvo que insistir mucho, ciertamente- para que lo
acompañara hasta el lugar de A Laxe (La
Lage , se decía entonces), al que, por cierto, yo nunca había
ido. Su intención, de la que tuve conocimiento al llegar allí, era entrar
furtivamente en una huerta con el fin de afanar fruta. Aquello era nuevo para
mí. No comprendía el por qué de aquella acción -muy generalizada entonces-, que
iba en contra de mis principios. Pero me pudo la curiosidad, y el espíritu
‘aventurero’...
Como
la mayoría de las huertas con árboles frutales, aquella también estaba cercada
con alambre de espino que, en aquella zona del terreno, apenas sobrepasaba el
metro de altura. De manera que, poniendo especial cuidado para no dañarnos las
manos, las piernas y la ropa, saltamos la alambrada y nos dirigimos a las claudieiras que, al fondo de la huerta,
destacaban cargadas de fruta. Allí permanecimos largo rato, deleitándonos con
el exquisito sabor de las ciruelas claudias, atentos a cualquier presencia
inoportuna que pudiera poner en peligro nuestra integridad física.
Cuando
ya habíamos decidido dar por terminado el ‘festín’, nos alertó ver que un
hombre -probablemente el dueño- venía corriendo hacia nosotros, blandiendo un
palo que portaba en su mano derecha, increpándonos a voz en grito. ¡Pies para
qué os quiero!, pensamos. Y empezamos a correr, ‘escopetados’, hacia la zona
por donde habíamos entrado, y sin considerar la altura de la alambrada, y mucho
menos la ubicación de las púas, de un gran salto logramos superar aquella
barrera. Yo, que nunca me había visto en una situación semejante, creí que me
salía el corazón por la boca... No dejamos de correr hasta llegar a la Plaza del Obelisco. Aquella
fue mi primera y última experiencia como furtivo en huerta ajena.
En
aquella frenética huída, al saltar la alambrada rocé una de las púas... ¡Un
‘siete’ en el pantalón! Aquel percance me valió una gran reprimenda de mis
abuelos -sobre todo de mi abuela-, con los correspondientes azotes en las
posaderas. Y no por el roto en el pantalón, que también, sino por no haber
respetado la propiedad ajena. Concepto que ellos me habían inculcado
repetidamente y con verdadero ahínco, como parte esencial de mi educación.
NAVEGANDO A LA DERIVA
Con
el mismo colega de travesuras, para no variar, participé en un episodio
marinero de escasa importancia, pero que pudo tener consecuencias graves. El
Muelle de los Carabineros -testigo mudo de aquella caída al mar en la que a
punto estuve de perecer ahogado- volvió a ser el escenario de una nueva
travesura.
En
un atardecer estival, con la pleamar iniciando su bajada, la gamela amarrada a
una de las argollas del muelle llamó nuestra atención. Nos acercamos, confiados
y decididos, con la clara intención de subir a bordo. Y asegurándonos de que su
propietario no andaba cerca, así lo hicimos. Empezamos a movernos hasta que la
embarcación alcanzó un frenético movimiento de vaivén, de babor a estribor y de
proa a popa... Pero, claro, nosotros buscábamos más acción. De manera que,
soltando del amarradero el rebenque que la mantenía sujeta al muelle, empujamos
haciendo fuerza en aquél para separarla e iniciar nuestra particular
‘singladura’ por la dársena de O Cavadelo.
Cuando
nos habíamos alejado unos diez metros del muelle, reparamos en que aquella
gamela no tenía los remos a bordo. ¡Y ahora qué hacemos! Exclamamos con natural
preocupación. El mar estaba en calma, y la lenta bajada de la marea movía la
embarcación hacia la embocadura que existía en el muro de cierre de la dársena.
El sol empezaba a ocultarse, y lentamente nos íbamos alejando del embarcadero
en el que, para llamar nuestra atención, el dueño de la gamela, al tiempo que
movía los brazos, nos decía a gritos que regresáramos. Pero, ¿cómo hacerlo sin
remos? Metimos las manos en el agua, él por la banda de babor y yo por la de
estribor, moviéndolas frenéticamente, con gran esfuerzo, intentando avanzar
hacia el muelle.
Llevábamos
un rato ‘remando’ con las manos, pero era inútil. Ya estaba anocheciendo y, a
pesar del esfuerzo agotador, apenas habíamos avanzado un par de metros. En el
muelle, el dueño continuaba increpándonos vociferando a pleno pulmón. Entonces,
convencidos de que con aquel sistema de impulsión no saldríamos de allí en toda
la noche, se me ocurrió una posible solución que, aún en el caso de que
funcionase, no me iba a librar de una bronca monumental al llegar a casa,
aderezada con unos merecidos azotes en la zona de ‘popa’. La idea era descalzarnos
y remar con nuestras sandalias. Y así lo hicimos. Aquello dio resultado y, al
fin, aunque extenuados, conseguimos llegar al embarcadero. El propietario del
bote, que era un viejo conocido, al vernos en aquel estado de agotamiento,
únicamente nos amonestó diciéndonos que podíamos haber tenido un disgusto, y
que no volviéramos a hacer semejante disparate. Cuando llegué a casa, sudoroso,
con los pies mojados y las sandalias rezumando agua salada, el recibimiento fue
como yo había imaginado... y que, por otra parte, merecía.
Me hacen mucha gracia vuestras aventuras. Mi única aventura fue cuando tenía cinco años, coleccionaba billetes de tren, los que tiraban los viajeros y mi padre me dio un alambre dónde venían los nuevos para guardarlos. Pues cuando descubrí que en la oficina estaban los nuevos, en un momento en que no había nadie cogí unos cuantos...y los metí con los ya usados de mi coleccíón. Por lo visto mi padre estaba desesperado porque los nuevos costaban dinero y lo tenía que poner de su bolsillo. Pero al verme tan contenta con mi alambre lleno de billetes, lo miraron y el susto le duró varios días. No me riñeron y menos me pegaron, se esmeraron en explicarme que aquellos billetes no eran para jugar...Yo debía de ser muy modosita porque no tengo nada que contar. Cuando tenía 9 años y me enseñaron a calcetar, levanté un mármol que tapaba una cómoda de la casa de mi abuelo, sencillamente porque los cajones estaban cerrados con llave ¡ y allí yo sabía que había lanas! levante el marmol y cogí las lanas, creo que nadie se enteró. En otra ocasión mi abuelo me castigó a limpiar munición que estaba mezclada con avena ?? se lo habían regalado, (creo que la habían escondido durante la guerra) y aquello era un verdadero trabajo, separar los grano y la munición. Toda enfadada me puse a trabajar y de pronto entre la munición y la avena había pesetas...me las fui guardando y con mucha más alegría terminé el trabajo sin decir ni pío...Me imagino la juerga de mi abuelo "la muy cochina se guarda el dinero y muy seria me dice que terminó el trabajo" le contaría a los amigos...Mi marido si que hacía gamberradas, pero yo me metía con él diciéndole que yo nunca había usado alpargatas de esparto como en Ferrol los gamberros, que en Villagarcia las niñas teníamos sandalias.
ResponderEliminarEstá visto que en nuestra niñez, Marité, todos hemos tenido, en mayor o menor medida, comportamientos reprobables. ¡Cosas de niños!
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