lunes, 22 de febrero de 2016

¡Cómo pasa el tiempo!











Por Robert Newport
21 febrero 2016

Parece que fue ayer, y ya han transcurrido 72 años desde aquel 30 de noviembre de 1943, a las 06:00 horas, en que llegué a la vida. Son muchos años, sin duda. Pero han pasado en un suspiro. La niñez, la adolescencia, la juventud, la madurez o plenitud vital, y, finalmente, la vejez. Períodos de la vida que no todos tienen la fortuna de poder alcanzar.

A lo largo de toda una vida, en las distintas etapas que se van sucediendo, se acumulan experiencias que quedan grabadas en la memoria como un tatuaje neuronal. Y cuando uno ya está rozando la vejez, parece inevitable echar la vista atrás y recordar vivencias, únicas e irrepetibles, de la niñez, de la adolescencia y de la juventud. Todas las demás... todavía sucedieron ayer.

EL COLEGIO
Recuerdo aquellos primeros años del colegio, en Primera Enseñanza, en los que la ‘pedagogía’ de la bofetada, de la letra con sangre entra, de rodillas con los brazos en cruz... estaba muy arraigada en los centros educativos. Mi andadura escolar se inició en un parvulario no reglado -entonces, no existían parvularios públicos-, y de allí pasé a un Colegio Público. En aquel centro educativo tuve dos maestros, cuyos métodos de enseñanza eran diametralmente opuestos. Por razones obvias, preservaré la identidad de ambos y los denominaré don Fermín y don Anselmo (nombres ficticios).

Don Fermín, que únicamente me dio clase durante un curso  -¡menos mal!-, cuando yo tenía 9 años, aplicaba un particular y ‘pedagógico’ método de enseñanza. Si no sabíamos una lección, de un par de sopapos no nos libraba ni el sursuncorda. Pero si no conseguíamos resolver un problema de aritmética, el castigo individual o colectivo, consistía en golpear reiteradamente los glúteos del alumno con una caña de bambú de tres nudos, algo más de dos palmos de longitud y unos dos centímetros de diámetro. El entusiasmo (ensañamiento) con el que propinaba aquellos golpes, hacía que algunos de ellos se desviaran, incontrolados, a la región sacra (rabadilla), produciendo, además de un dolor insoportable, unas heridas que semejaban latigazos. ¡Y eso que llevábamos los pantalones puestos! Lo que evidenciaba la fuerza con la que infligía aquel brutal castigo. Cuando toda la clase -alrededor de 30 alumnos- era ‘merecedora’ de tal correctivo, sobrecogía vernos en fila,  presenciando el lamentable espectáculo de golpes y gritos de dolor, lágrimas incluidas, esperando, estremecidos, que a cada uno le llegara su turno... Sorprendentemente, después de recibir aquella paliza de ‘padre y muy señor mío’, continuábamos sin saber cómo se resolvía aquel puñetero problema. Y así sucesivamente.

Don Anselmo, con el que estuve tres cursos completos, del que sus exalumnos guardamos el mejor de los recuerdos, era un hombre íntegro, vocacional, que hizo del Magisterio su razón de ser y de sentir. Un educador en toda la extensión de la palabra. Su método de enseñanza nada tenía que ver con el del otro maestro. Es cierto que, como era costumbre en el ámbito escolar de la época, alguna vez también nos castigaba (bofetadas o de rodillas), pero únicamente si nuestro comportamiento significaba una falta de respeto hacia él, desobediencia, o derivaba en burla hacia algún compañero de clase. Pero, en honor a la verdad, no era proclive al castigo físico. Si no sabíamos una lección, el castigo consistía en quedarse una hora más, estudiando, por la tarde. Pero si no conseguíamos resolver un problema aritmético, nos hacía salir al encerado para que, con sus didácticas, razonadas e instructivas explicaciones, analizáramos y comprendiéramos el enunciado. Y así, paso a paso, lográramos llegar a la solución definitiva. Era un consumado pedagogo. In memóriam.

Recuerdo que, cursando 2º y 3º de bachillerato en el Instituto laboral, cinco exalumnos suyos asistíamos a sus clases particulares de apoyo, en las asignaturas de Matemáticas (su especialidad docente), Lengua y Literatura, y Geografía e Historia. De esta última materia, eliminando todo contenido superfluo, nos preparó unos  magníficos apuntes que él mismo escribió a máquina.

Ciertamente, en aquella época (años 50 del siglo pasado) -que en ese aspecto, poco se diferenciaba de la de nuestros padres-, los castigos físicos en los colegios e institutos -salvo honrosas, aunque escasas, excepciones-, de alguna manera, estaban ‘institucionalizados’, como ‘norma’ general, e incomprensiblemente aceptados por gran parte de la sociedad. Han transcurrido más de 60 años desde entonces, y la distancia temporal, como no podía ser de otra forma, ha conseguido que aquellas, otrora, amargas vivencias se fueran diluyendo y transmutando en anecdóticos, aunque desagradables, recuerdos. Quiero pensar, sin embargo -y desearía estar en lo cierto-, que mi generación fue la última que padeció aquellos injustos e irracionales castigos. Pero, como somos una sociedad de extremos, en la que el término medio, el equilibrio, no suele ser un factor predominante, se cambiaron las tornas: hoy, en gran medida, los profesores perdieron su autoridad, y son los alumnos  -¡quién lo iba a decir!- quienes ‘maltratan’ a los profesores. En definitiva, la ponderación, como sinónimo de estabilidad, tanto en la enseñanza como en otros ámbitos de la sociedad actual, está perdiendo su esencia y su significado. ¡Qué lástima!

FURTIVOS
Tenía yo ocho inexpertos años -todavía llevaba pantalón corto, como correspondía a mi edad en aquella época-, y un compañero de colegio, colega de juegos y travesuras, me convenció -no tuvo que insistir mucho, ciertamente- para que lo acompañara hasta el lugar de A Laxe (La Lage, se decía entonces), al que, por cierto, yo nunca había ido. Su intención, de la que tuve conocimiento al llegar allí, era entrar furtivamente en una huerta con el fin de afanar fruta. Aquello era nuevo para mí. No comprendía el por qué de aquella acción -muy generalizada entonces-, que iba en contra de mis principios. Pero me pudo la curiosidad, y el espíritu ‘aventurero’...

Como la mayoría de las huertas con árboles frutales, aquella también estaba cercada con alambre de espino que, en aquella zona del terreno, apenas sobrepasaba el metro de altura. De manera que, poniendo especial cuidado para no dañarnos las manos, las piernas y la ropa, saltamos la alambrada y nos dirigimos a las claudieiras que, al fondo de la huerta, destacaban cargadas de fruta. Allí permanecimos largo rato, deleitándonos con el exquisito sabor de las ciruelas claudias, atentos a cualquier presencia inoportuna que pudiera poner en peligro nuestra integridad física.

Cuando ya habíamos decidido dar por terminado el ‘festín’, nos alertó ver que un hombre -probablemente el dueño- venía corriendo hacia nosotros, blandiendo un palo que portaba en su mano derecha, increpándonos a voz en grito. ¡Pies para qué os quiero!, pensamos. Y empezamos a correr, ‘escopetados’, hacia la zona por donde habíamos entrado, y sin considerar la altura de la alambrada, y mucho menos la ubicación de las púas, de un gran salto logramos superar aquella barrera. Yo, que nunca me había visto en una situación semejante, creí que me salía el corazón por la boca... No dejamos de correr hasta llegar a la Plaza del Obelisco. Aquella fue mi primera y última experiencia como furtivo en huerta ajena. 

En aquella frenética huída, al saltar la alambrada rocé una de las púas... ¡Un ‘siete’ en el pantalón! Aquel percance me valió una gran reprimenda de mis abuelos -sobre todo de mi abuela-, con los correspondientes azotes en las posaderas. Y no por el roto en el pantalón, que también, sino por no haber respetado la propiedad ajena. Concepto que ellos me habían inculcado repetidamente y con verdadero ahínco, como parte esencial de mi educación.

NAVEGANDO A LA DERIVA
Con el mismo colega de travesuras, para no variar, participé en un episodio marinero de escasa importancia, pero que pudo tener consecuencias graves. El Muelle de los Carabineros -testigo mudo de aquella caída al mar en la que a punto estuve de perecer ahogado- volvió a ser el escenario de una nueva travesura.

En un atardecer estival, con la pleamar iniciando su bajada, la gamela amarrada a una de las argollas del muelle llamó nuestra atención. Nos acercamos, confiados y decididos, con la clara intención de subir a bordo. Y asegurándonos de que su propietario no andaba cerca, así lo hicimos. Empezamos a movernos hasta que la embarcación alcanzó un frenético movimiento de vaivén, de babor a estribor y de proa a popa... Pero, claro, nosotros buscábamos más acción. De manera que, soltando del amarradero el rebenque que la mantenía sujeta al muelle, empujamos haciendo fuerza en aquél para separarla e iniciar nuestra particular ‘singladura’ por la dársena de O Cavadelo.

Cuando nos habíamos alejado unos diez metros del muelle, reparamos en que aquella gamela no tenía los remos a bordo. ¡Y ahora qué hacemos! Exclamamos con natural preocupación. El mar estaba en calma, y la lenta bajada de la marea movía la embarcación hacia la embocadura que existía en el muro de cierre de la dársena. El sol empezaba a ocultarse, y lentamente nos íbamos alejando del embarcadero en el que, para llamar nuestra atención, el dueño de la gamela, al tiempo que movía los brazos, nos decía a gritos que regresáramos. Pero, ¿cómo hacerlo sin remos? Metimos las manos en el agua, él por la banda de babor y yo por la de estribor, moviéndolas frenéticamente, con gran esfuerzo, intentando avanzar hacia el muelle.

Llevábamos un rato ‘remando’ con las manos, pero era inútil. Ya estaba anocheciendo y, a pesar del esfuerzo agotador, apenas habíamos avanzado un par de metros. En el muelle, el dueño continuaba increpándonos vociferando a pleno pulmón. Entonces, convencidos de que con aquel sistema de impulsión no saldríamos de allí en toda la noche, se me ocurrió una posible solución que, aún en el caso de que funcionase, no me iba a librar de una bronca monumental al llegar a casa, aderezada con unos merecidos azotes en la zona de ‘popa’. La idea era descalzarnos y remar con nuestras sandalias. Y así lo hicimos. Aquello dio resultado y, al fin, aunque extenuados, conseguimos llegar al embarcadero. El propietario del bote, que era un viejo conocido, al vernos en aquel estado de agotamiento, únicamente nos amonestó diciéndonos que podíamos haber tenido un disgusto, y que no volviéramos a hacer semejante disparate. Cuando llegué a casa, sudoroso, con los pies mojados y las sandalias rezumando agua salada, el recibimiento fue como yo había imaginado... y que, por otra parte, merecía.

2 comentarios:

  1. Me hacen mucha gracia vuestras aventuras. Mi única aventura fue cuando tenía cinco años, coleccionaba billetes de tren, los que tiraban los viajeros y mi padre me dio un alambre dónde venían los nuevos para guardarlos. Pues cuando descubrí que en la oficina estaban los nuevos, en un momento en que no había nadie cogí unos cuantos...y los metí con los ya usados de mi coleccíón. Por lo visto mi padre estaba desesperado porque los nuevos costaban dinero y lo tenía que poner de su bolsillo. Pero al verme tan contenta con mi alambre lleno de billetes, lo miraron y el susto le duró varios días. No me riñeron y menos me pegaron, se esmeraron en explicarme que aquellos billetes no eran para jugar...Yo debía de ser muy modosita porque no tengo nada que contar. Cuando tenía 9 años y me enseñaron a calcetar, levanté un mármol que tapaba una cómoda de la casa de mi abuelo, sencillamente porque los cajones estaban cerrados con llave ¡ y allí yo sabía que había lanas! levante el marmol y cogí las lanas, creo que nadie se enteró. En otra ocasión mi abuelo me castigó a limpiar munición que estaba mezclada con avena ?? se lo habían regalado, (creo que la habían escondido durante la guerra) y aquello era un verdadero trabajo, separar los grano y la munición. Toda enfadada me puse a trabajar y de pronto entre la munición y la avena había pesetas...me las fui guardando y con mucha más alegría terminé el trabajo sin decir ni pío...Me imagino la juerga de mi abuelo "la muy cochina se guarda el dinero y muy seria me dice que terminó el trabajo" le contaría a los amigos...Mi marido si que hacía gamberradas, pero yo me metía con él diciéndole que yo nunca había usado alpargatas de esparto como en Ferrol los gamberros, que en Villagarcia las niñas teníamos sandalias.

    ResponderEliminar
    Respuestas
    1. Está visto que en nuestra niñez, Marité, todos hemos tenido, en mayor o menor medida, comportamientos reprobables. ¡Cosas de niños!

      Eliminar