Por Robert Newport
CINTA DE VÍDEO
Supuso, para los de mi generación, la posibilidad de poder disfrutar, en la comodidad del hogar, de películas, documentales y reportajes, propios y ajenos; así como, también, realizar grabaciones de imágenes y sonido en cinta magnética, directamente de la televisión, teniendo el control absoluto de los tiempos: pausa, congelación y repetición de imagen, avance y retroceso… En definitiva, el vídeo doméstico -comercializado en tres formatos: Beta (1975), VHS (1976) y 2000 (1979), significó disponer del cine a la carta en el salón de nuestros hogares.
En los albores del actual siglo XXI, el popular sistema VHS, único superviviente del formato vídeo, sucumbió a la supremacía del DVD.
CINTURÓN DE SEGURIDAD EN LOS AUTOMÓVILES
En el año 1959, Nils Bohlin, un ingeniero de VOLVO, fabricante sueco de automóviles, inventó el cinturón de seguridad de tres puntos de anclaje, que es el que incorporan los automóviles actuales. Significó, sin duda, una de las más importantes aportaciones a la seguridad de los ocupantes de los automóviles, que, junto con el airbag, minimiza las posibles lesiones en una colisión.
Mi primer coche no incorporaba cinturón de seguridad. Todavía no era obligatorio. Pero, claro, estoy hablando del año 1971, lo que para algunos significa la ‘prehistoria’... Pasado algún tiempo, decidí ponerlo en los asientos delanteros. Los estrené en uno de mis viajes profesionales, de Ourense a Manresa, y recuerdo aquella sensación de seguridad al ir sujeto al asiento. Tenía la impresión de estar más integrado en el coche, de formar parte de él. Y, además, no sé si por esnobismo, o por supina ‘gilipollez’ -tal vez, más por lo segundo que por lo primero-, me había comprado unos guantes de conducción deportiva que dejaban parte de los dedos al descubierto. Me sentía el ‘Carlos Sáinz’ del utilitario. ¡Cuánta estupidez en tan poco espacio!
Lo cierto es que este sistema de seguridad pasiva ha salvado muchas vidas y, sin duda, lo seguirá haciendo. Su uso es obligatorio, pero algunos conductores continúan haciendo caso omiso, aún sabiendo que, al no ir debidamente sujetos, pueden golpearse fatalmente en la cabeza o partirse el esternón, entre otras posibles lesiones evitables con el uso habitual del cinturón de seguridad.
COCINA
La cocina siempre fue el centro neurálgico de la casa. El puente de mando del buque doméstico. En ella se planifican, se diseñan y se elaboran los menús para toda la familia. En muchos hogares, además, también es el comedor.
Empezó siendo ‘lareira’, especialmente en las zonas rurales, en la que descansaba un trespiés de hierro sobre la lumbre, y un pote que se izaba y arriaba con unas caramilleras. Luego, la ‘modernidad’ -¡el progreso!- trajo consigo la ‘cocina de hierro’ -denominada, también, ‘cocina económica’-, fabricada en el País Vasco, que utilizaba leña y carbón como combustible. Gruesa encimera (plancha) de hierro, robusta armadura de hierro fundido, herrajes y apliques de bronce, conformaban aquella cocina. Además de la encimera sobre la que se cocinaba, también disponía de horno. Algunos modelos también incorporaban un depósito para calentar agua. Así era la cocina que había en la casa de mis abuelos, y en la mayoría de las casas en los años ’40 y ’50 del siglo pasado. Los herrajes y apliques de bronce de aquellas cocinas, que mi abuelo se preocupaba de que estuvieran siempre relucientes, recuerdo que se limpiaban con limpiametales ‘Sidol’.
Por la embocadura de carga, o directamente a través de los arillos de la encimera, se introducía el combustible: leña o carbón. Para iniciar la ignición, generalmente se utilizaban piñas secas. Las llamas calentaban la gruesa encimera, y el humo de la combustión, antes de salir hacia la chimenea, envolvía y calentaba también el horno. Bajo la embocadura de carga existía un cajón-cenicero al que se accedía a través de una portezuela exterior.
En la encimera, la temperatura (potencia calorífica) no era uniforme en toda su superficie. Así, las cacerolas y sartenes podían situarse, en una u otra zona, en función de su contenido y de la operación a realizar: hervir, guisar, cocer, freír, rehogar… Del mismo modo, debido a las variaciones en la combustión de la leña y el carbón, también la temperatura en el horno estaba diferenciada: en la zona superior era más alta que en la inferior. La principal ventaja del horno estaba en su concepto: la fuente de calor se encontraba, circundante, en el exterior, y no en su interior, con lo que los alimentos no se resecaban durante la cocción ni se contaminaban con los gases de la combustión. Por su concepción, las cocinas de leña alcanzaban temperaturas muy altas, tanto en la encimera como en el horno, que permitían obtener resultados culinarios difícilmente viables con una cocina de gas o eléctrica. Al mismo tiempo, aquellas cocinas de hierro proporcionaban un ambiente cálido y confortable durante el invierno.
Con la comercialización del gas butano para uso doméstico -y, posteriormente, también, el gas ciudad-, la familiar cocina de hierro cedió paso a la de gas o eléctrica. Dejaron de usarse los combustibles sólidos: la leña, el carbón y las piñas, que generaban residuos indeseables (cenizas) y, también, mucha suciedad en el lugar de almacenamiento. A partir de ese momento, la pulcritud y la asepsia fueron la tónica dominante en esa estancia de manipulación, elaboración y degustación de alimentos.
Hollywood, en aquellas películas inolvidables protagonizadas por Dorys Day y Rock Hudson, nos deslumbraba con cocinas amuebladas y electrodomésticos que desconocíamos: frigorífico, lavadora, lavavajillas, cocina eléctrica con horno incorporado... Pero -¡al fin!- llegó el futuro soñado… Y nuestras cocinas ya nada tienen que envidiar a las que, entonces fascinados, veíamos en la gran pantalla.
CÓDIGO DE BARRAS
Para no cometer el (craso) error de caer en la arrogancia de comentar un tema que desconozco, como es el Código de Barras, me permito transcribir parte de una crónica firmada por Jaime Farrell, publicada en el número 363 del diario ‘El Mundo’, de fecha 29 de septiembre de 2002, titulada ‘Un icono cotidiano’:
“El jueves hará 25 años. El 3 de octubre de 1977 la cajera de un supermercado de la cadena Mercadona en Valencia pasaba por un escáner un producto identificado con un diagrama de líneas verticales paralelas y de desigual anchura. Se trataba de un sencillo estropajo de la empresa 3M. Era el primer artículo que lució en España un código de barras.
Un cuarto de siglo después la escena se repite miles de veces por minuto; en todo el mundo hay más de 10 millones de productos identificados con el código de barras, y se calcula que su introducción ha ahorrado a cada español unas 24 horas anuales de hacer cola en los supermercados. El más hábil operario tardaría siete veces más en teclear el precio de un artículo que en pasarlo por un lector de infrarrojos que descifra el omnipresente código.
Lejos de quedarse en las estanterías de supermercados e hipermercados, en la actualidad las barras se utilizan para identificar a los participantes en carreras populares, a los titulares de una declaración fiscal y hasta a los recién nacidos”.
DETERGENTE
Recuerdo que, en los años ’40 y ’50, la ropa se lavaba a mano con jabón ‘Lagarto’ (‘jabón Lagarto, lavado perfecto’). También, cómo no, con escamas ‘Saquito’ (‘Mientras Vd. Descansa… escamas Saquito lava’). Ya en los ’60, se comercializó el detergente biológico que, lavando a mano o con lavadora, había que calcular muy bien las dosis si no queríamos que, como ocurría en algunas películas de dibujos animados, la espuma lo inundara absolutamente todo. Por ello, ante la excesiva y descontrolada formación de espuma de los primeros detergentes, los fabricantes crearon la fórmula ‘espuma frenada’. Parece una broma, pero no lo es.
Los anuncios de detergente en televisión -para qué vamos a engañarnos- eran un verdadero coñazo. Sin embargo, recuerdo con simpatía el original eslogan del detergente ‘Colón’: ‘Busque, compare, y si encuentra algo mejor, ¡cómprelo!’. Por cierto, una curiosidad con la que muchos se identificarán: con los ‘tambores’ de 5 Kg. de detergente ‘Colón’ vacíos, convenientemente forrados y personalizados, hacíamos papeleras; y si la tapa presentaba buen aspecto y cerraba bien, se utilizaban para guardar pequeños juguetes. En los años ’80, yo lo utilizaba para meter los tubos que contenían papel vegetal y planos enrollados.
FREGONA
Fregar los suelos era un trabajo penoso y humillante: se realizaba siempre de rodillas, directamente sobre el suelo o sobre la llamada ‘banqueta’ de madera. Un cepillo de cerdas vegetales, una pastilla de jabón, un cubo con agua con lejía y una bayeta absorbente, eran los utensilios de fregado.
Con el cepillo en la mano, previamente mojado y restregado en la pastilla de jabón, se frotaba el suelo (madera vista, piedra o baldosa) y se aclaraba con la bayeta mojada, que, a cada pasada, se introducía en el agua del cubo y se escurría retorciéndola con ambas manos. A medida que avanzaba la faena, se retrocedía desde la posición inicial arrastrando el cubo que, conforme el agua iba adquiriendo el característico color ‘chocolate’, había que vaciar, enjuagar y llenar de nuevo.
En 1957, Manuel Jalón Corominas, ingeniero aeronáutico español, comercializa la fregona doméstica ‘Rodex’ -¡qué invento!- y, a partir de ese momento, se acabó el fregar de rodillas los suelos. La fregona se convirtió en un utensilio ‘unisex’ de limpieza doméstica. Fregar los suelos -¡al fin!- dejó de ser una tarea exclusiva de mujeres.
FRIGORÍFICO
A pesar de que en la década de los ’50 del siglo XX (1952) empezó a comercializarse el frigorífico en nuestro país, el precario poder adquisitivo de la gran mayoría de los ciudadanos hacía inviable su compra. Sin embargo, algunos hogares -¡muy pocos!- tenían en su cocina la que se conocía como nevera; que, aunque su aspecto exterior era similar al de un frigorífico, conservaba los alimentos a base de introducir barras de hielo que había que reponer a medida que aquellas se derretían. A tal efecto, las fábricas de hielo disponían de un servicio de distribución (logística) que aseguraba el suministro diario. No obstante, tener que preocuparse de vaciar a diario el recipiente que contenía el agua del deshielo era un fastidio, una lata… ¡Un verdadero coñazo! Aunque, ciertamente, con la nevera, a pesar de sus limitaciones, la conservación de los alimentos ya era otra cosa.
Los actuales frigoríficos, de los que existe una amplia y variada gama de modelos adaptados a todas las necesidades, y de las más prestigiosas marcas del mercado, nada tienen que ver con aquellos primeros de los años ’50 del siglo pasado. Los actuales, los del siglo XXI -¡dónde va a parar!-, son otra cosa. La investigación y la tecnología, han propiciado la incorporación del sistema de enfriamiento por aire (No Frost), que evita la formación de escarcha, haciendo innecesaria la descongelación una o dos veces al año. Han posibilitado que podamos controlar la temperatura y adaptarla a nuestras necesidades; han logrado crear los modelos ‘combi’, que disponen de dos compartimentos estancos (superior e inferior), independientes y térmicamente diferenciados: frigorífico y congelador, cada uno con su puerta correspondiente… En definitiva, han hecho del frigorífico el electrodoméstico imprescindible por excelencia.
LAVADORA
Hasta los años ’60, en que la lavadora doméstica empezaba a generalizarse, la ropa se lavaba a mano: en casa, en los lavaderos públicos o en el río sobre una piedra. Los que ya tenemos una edad, recordamos en nuestro pueblo el lavadero público ubicado en la margen izquierda del río de O Con, al pie del puente que une la actual Avenida Rodrigo de Mendoza con la Rúa Santa Eulalia. Allí, las lavanderas lavaban la ropa de varias familias por un módico precio y la pastilla de jabón. Cuando el tiempo era soleado y reinaba el buen humor, las lavanderas cantaban a coro canciones populares mientras enjabonaban, frotaban, aclaraban y escurrían la ropa sobre la piedra del lavadero. La corriente del río, en su incesante huida hacia el mar, se llevaba el eco de sus voces entre espuma de jabón. Aquellas abnegadas mujeres, una vez que la ropa estaba lavada y escurrida, también se encargaban de tenderla al sol -adquiriendo así un agradable frescor y un blanco brillante- para devolverla limpia y seca, lista para planchar. Naturalmente, en invierno, con tiempo lluvioso, devolver la ropa seca era misión imposible.
El oficio de lavandera, del mismo modo que el de fregadora de suelos, era muy duro. No disponían de guantes de goma, y las manos desnudas dentro del agua del río quedaban congeladas. Los dedos, en permanente contacto, día tras día, con el agua gélida, se llenaban de grietas y de sabañones que, finalmente, se ulceraban. El dolor tenía que ser insoportable. Pero era necesario reforzar la precaria economía familiar. Y, en muchos casos, significaba el único sustento. Eran tiempos (muy) difíciles...
Recuerdo que la primera lavadora que hubo en la casa de mis abuelos era marca BRU, cilíndrica, en posición vertical, de carga superior. Incorporaba un motor eléctrico oculto en la parte inferior, que hacía girar un disco de goma con nervaduras de gran relieve para remover la ropa, situado en el fondo del cilindro. Se llenaba de agua, manualmente, con un cubo, y se añadían escamas ‘Saquito’ o algún detergente. Una vez finalizado el ‘ciclo’ estimado de lavado, se desconectaba la máquina -operación que también era realizada manualmente-, y se vaciaba sacando el tapón del desagüe situado en la parte inferior.
A principios de la década de los ’60, la lavadora ya es automática: incorpora temporizadores que controlan los tiempos de prelavado, lavado y centrifugado. A partir de ahí, la evolución de la lavadora no tiene límites: se van incorporando microprocesadores que contienen toda la información programada para controlar los distintos ciclos de lavado. Se añaden sensores que controlan la temperatura y el nivel de agua. La puerta de carga (ojo de buey) dispone de un mecanismo conectado a un microprocesador que impide el funcionamiento de la lavadora mientras la puerta no esté cerrada; y, una vez en marcha, ya no se puede abrir… Y así hasta el infinito.
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